Seguramente todos los habitantes del arrabal, y probablemente todos los de Monterrey, se daban cuenta de que algo había cambiado. Está bien el no creer en los augurios; nadie cree en ellos. Pero no trae buena suerte el burlarse de ellos, y nadie lo hace. El arrabal conservero, como todos los demás lugares, no es supersticioso, pero nadie se atreve a pasar debajo de una escalera o a abrir en casa un paraguas.
El doctor era un científico puro, incapaz de supersticiones, y cuando llegó una noche y vio una línea de flores blancas en el umbral de la puerta, pasó un mal rato. Pero la mayoría de las gentes del arrabal no creen en tales cosas, aunque vivan junto a ellas. A Mack no le cabía duda alguna de que una negra nube había pendido sobre el Palace. Analizaba la abortada fiesta y hallaba que la desgracia se había deslizado en todos los detalles, que la mala suerte había estado presente en todos los momentos, y cuando las cosas se ponen así, lo mejor es irse a la cama y esperar que la nube pase. Uno nada puede hacer. Y no es que Mack fuese supersticioso.
Ahora, una especie de alegría comenzó a penetrar en el arrabal y a extenderse desde allí a otros lugares. El doctor estuvo como nunca afortunado con varias señoras que fueron a visitarlo, y apenas tuvo que esforzarse. La cachorra del Palace crecía espléndidamente y, después de mil generaciones de aprendizaje, comenzó a educarse a sí misma. Le disgustaron los charcos del suelo y comenzó a ir afuera. Era indudable que Darling iba a ser una perra encantadora. Y no tuvo espasmos como consecuencia de su enfermedad. La benigna influencia extendióse como el gas por todo el arrabal. Llegó al establecimiento de Hermán, al San Carlos Hotel. Jimmy Brucia se dio cuenta de ella y también Johnny, su ayudante. Sparky Evans la percibió también y buscó pendencia a tres policías de la ciudad. La influencia se hizo sentir en la Cárcel de Salinas, donde Gay, que llevaba una buena vida dejándose ganar a las damas por el sheriff, enfadóse de repente y jamás volvió a perder. Aunque se le acabaron sus privilegios, se sintió otra vez un hombre cabal.
Los leones marinos también percibieron el cambio, y sus rugidos tenían una cadencia que hubiera alegrado el corazón de San Francisco. Las niñas que estudiaban el catecismo levantaban de repente la cabeza y reían sin que hubiese motivo para ello. Quizá un detector eléctrico podía haber localizado la fuente de toda esta alegría. Y posiblemente la habría hallado en el Palace Flophouse. Por lo menos todos la atribuían a Mack y a sus amigos. Habían visto a Jones saltar de su silla, iniciar unos pasos de baile y luego volverse a sentar. Hazel sonreía vagamente mirando al espacio. La alegría era tan general que Mack encontraba difícil canalizarla. Eddie, que había trabajado en La Ida con bastante regularidad, había reunido una buena cantidad de licor. Ya no echaba cerveza en el jarro. No le daba buen gusto a la mezcla, decía.
Sam Malloy plantó dondiegos en torno a la caldera. Había puesto un toldo y bajo él Sam y su esposa se sentaban por las noches. Ella estaba haciendo una colcha.
La alegría penetró en el Restaurante. Los negocios marchaban bien. A Phyllis Mae se le curaba bien la pierna y pronto iba a poder reanudar sus tareas. Eva Flanegan regresó de San Luis y estaba muy contenta de haber vuelto. Hacía mucho calor en San Luis y no era tan alegre como ella lo recordaba. Pero cuando ella lo pasó tan bien, era mucho más joven.
El conocimiento y convicción de que iban a darle una fiesta al doctor no fue cosa repentina. La gente lo sabía, pero dejaba que la idea se desarrollase gradualmente. Mack era realista.
—La última vez forzamos las cosas —dijo a sus amigos—. De ese modo no se pueden dar las fiestas. Hay que dejar que todo siga su curso.
—Entonces, ¿cuándo va a ser? —preguntó impaciente Jones.
—No lo sé —dijo Mack.
—¿No va a ser una sorpresa? —preguntó Hazel.
—Debería serlo, eso sería lo mejor —dijo Mack.
Darling le trajo una pelota de tenis que había encontrado y Mack la arrojó entre las hierbas. La perra corrió tras ella.
—Si supiéramos cuándo es el cumpleaños del doctor, podríamos darle la fiesta entonces —dijo Hazel.
—Mack abrió la boca. Hazel le sorprendía constantemente.
—¡Cielo, Hazel, has tenido una buena idea! —gritó—. Cierto, el día del cumpleaños tiene que haber regalos. Me parece muy bien. Lo que tenemos que hacer es averiguar la fecha.
—Eso es cosa fácil —dijo Hughie—. ¿Por qué no se lo preguntamos al doctor?
—No —dijo Mack—; eso le haría sospechar. Si se le pregunta a un hombre cuándo es su cumpleaños, especialmente si ya se le ha dado una fiesta, comprenderá de qué se trata. Voy a averiguarlo sin que él se dé cuenta.
—Yo iré contigo —dijo Hazel.
—No, si vamos los dos, el doctor va a sospechar.
—Pero la idea fue mía —dijo Hazel.
—Lo sé —dijo Mack—, y cuando demos la fiesta le diré al doctor que fue idea tuya. Pero ahora creo que es mejor que vaya solo.
—¿Está amable el doctor? —preguntó Eddie.
—Claro que sí.
Mack halló al doctor en la parte de abajo del Laboratorio. Tenía puesto un largo delantal de hule y llevaba guantes de goma para proteger sus manos del formaldehído. Estaba inyectando una substancia coloreada en las venas y arterias de un pequeño cazón. El rojo fluido estaba ya en el compresor. Las delicadas manos del doctor trabajaban con precisión, metiendo la aguja en el lugar adecuado e inyectando en las venas la substancia coloreada. Cuando terminaba, dejaba el pez en un ordenado montón. Una vez hecho esto tendría que inyectar en las arterias una substancia azul. El cazón se prestaba para trabajos de disección.
—¿Qué tal, doctor? —dijo Mack—. Le veo muy ocupado.
—Esto es lo que quiero —dijo el doctor—. ¿Cómo está el perro?
—Magnífico. Pero se hubiera muerto si usted no lo hubiera visitado.
Una nube de recelo envolvió al doctor, pero se disipó en seguida.
Ordinariamente los cumplidos le hacían ponerse en guardia. Conocía a Mack desde hacía mucho tiempo. Pero en el tono de Mack sólo había agradecimiento. El doctor conocía el cariño que le tenía al perro.
—¿Cómo van los asuntos en el Palace?
—Bien, doctor, muy bien. Tenemos dos sillas nuevas. Quiero que un día venga a vernos. Ahora todo está arreglado.
—Iré —aseguró el doctor—. ¿Eddie continúa trayendo bebida?
—Claro que sí —dijo Mack—, pero ya no le pone cerveza.
Yo creo que así está mejor. Ahora tiene más cuerpo.
—Ya tenía bastante —dijo el doctor.
Mack esperó pacientemente. Tarde o temprano conseguiría su propósito. Y si el doctor mismo abordaba el tema, sería menos sospechoso. Éste era siempre el método de Mack.
—No he visto a Hazel desde hace mucho tiempo. ¿Está enfermo?
—No —dijo Mack, y se preparó para la batalla—. Hazel está bien. Lleva una semana peleándose con Hughie. —Rió—. Y lo más divertido de ello es que se pelean por una cosa que ninguno de los dos conoce. Yo no me he metido en ello porque tampoco sé nada. Pero ellos parecen haberse vuelto locos.
—¿Y qué es lo que ocurre? —preguntó el doctor.
—Hazel —dijo Mack— se pasa el tiempo comprando horóscopos y hablando de los días afortunados y de las estrellas.
Y Hughie dice que todo eso son tonterías. Hazel dice que cuando se sabe la fecha en que ha nacido un hombre, se pueden adivinar cosas acerca de él, y Hughie dice que él no lo cree. Yo no sé nada de esto. ¿Usted qué cree, doctor?
—Yo opino como Hughie —dijo el doctor, y lavó la jeringa llenándola luego con la substancia azul.
—La otra noche —dijo Mack— me preguntaron cuándo había nacido yo; les dije que el 12 de abril, y Hazel fue a comprar un horóscopo para saber cuál era mi suerte. En algunas cosas acertó. Me dijo que era valiente, listo y bueno con mis amigos. Pero como casi todas eran cosas agradables, uno no tiene inconveniente en creérselas. Pero Hazel dice que es verdad. ¿Cuándo ha nacido usted, doctor?
Al final de todo este largo razonar, esta pregunta sonaba perfectamente natural. Pero debe recordarse que el doctor conocía a Mack desde hacía mucho tiempo. Si no hubiera sido así, le habría dicho que había nacido el 18 de diciembre en vez del 27 de octubre.
—El 27 de octubre —respondió—. Cuéntaselo a Hazel para ver lo que dice.
—Probablemente son tonterías —dijo Mack—, pero Hazel lo toma en serio. Se lo contaré, doctor.
Cuando se fue Mack, el doctor pensó de qué se trataría. Pues se había dado cuenta de que era una estratagema. Conocía a Mack, su técnica y sus métodos, y había reconocido su estilo. Y se preguntaba para qué querría Mack estos informes. Pero sólo cuando los rumores crecieron, supo el doctor de lo que se trataba. Ahora sentíase un poco aliviado, pues había creído que Mack intentaba hacerle morder el anzuelo.