XXIV

Mary Talbot, la esposa de Tom Talbot, era una mujer encantadora. Tenía el cabello rojo con reflejos verdosos. Su piel era dorada con un matiz verdoso y sus ojos estaban moteados con unos puntitos dorados. Su rostro era triangular, con amplios pómulos, ojos separados y mentón puntiagudo. Tenía piernas y pies de bailarina y parecía no tocar el suelo cuando andaba. A una de sus abuelas la habían quemado por bruja.

Lo que más amaba Mary Talbot eran las fiestas. Le gustaba darlas y le gustaba ir a ellas. Como Tom Talbot no ganaba mucho, Mary no podía dar continuamente fiestas, y por ello procuraba que las diesen los demás. A veces telefoneaba a una amiga y le preguntaba: ¿No es hora ya de que des una fiesta?

Regularmente Mary tenía seis aniversarios por año, y además organizaba fiestas de trajes, asaltos, fiestas de vacaciones. En su casa, el día de Nochebuena era siempre emocionante. Pues Mary resplandecía en las fiestas, y en medio de su entusiasmo arrastraba tras ella a su esposo.

Por las tardes, cuando Tom estaba trabajando, Mary daba fiestas a los gatos de la vecindad. Ponía sobre un taburete tacitas y platos de juguete, congregaba a los gatos —y había muchos— y tenía con ellos largas conversaciones. Esta clase de juego le gustaba mucho —y era una especie de farsa para ocultar que Mary tenía pocos vestidos y que los Talbot no poseían ningún dinero—. Generalmente estaban sin un cuarto, y cuando realmente se hallaban en las últimas, Mary se las arreglaba para dar una fiesta.

Mary podía hacerlo. Podía llenar de alegría una casa entera, y empleaba este don contra la tristeza que siempre parecía estar acechando a Tom. Generalmente solía tener éxito, espantando las ideas negras de su casa, pero a veces éstas llegaban a hacer presa en Tom. Entonces se sentaba y meditaba durante horas, hasta que Mary, frenéticamente, disipaba las tristezas con su alegría.

Un primero de mes había llegado la factura del agua, había que pagar el alquiler. Collier’s había devuelto un manuscrito, The New Yorker unos bocetos, y Tom, que se hallaba enfermo de pleuresía, metióse en su cuarto y se tendió en la cama.

Mary penetró suavemente. Llevaba unas flores envueltas en un papel picado.

—Huele —dijo, y colocó el ramo de flores bajo las narices de su esposo. Él olió las flores y no dijo nada—. ¿No sabes qué día es hoy? —preguntó ella buscando ansiosamente algún modo de alegrar el día.

—¿Por qué no miras las cosas tal como son? —dijo Tom—. Vamos para abajo y seguiremos descendiendo. ¿De qué sirve el que nos engañemos?

—No —dijo Mary—, eso no es cierto. Nosotros poseemos virtudes mágicas. ¿Recuerdas los diez dólares que encontraste en un libro? ¿Recuerdas cuando tu primo te envió aquellos cinco dólares? No nos pasará nada.

—Pues nos ha pasado —dijo Tom—. Yo lo siento, pero esta vez no puedo convencerme. Estoy harto de fingir. Por una sola vez querría tener algo real.

—Yo pensaba dar una fiestecita esta noche —dijo Mary.

—¿Cómo? ¿Piensas cortar el jamón de un anuncio y servirlo en lonchas? Ya estoy harto de todo esto. Ha dejado de ser alegre. Ahora es una cosa triste.

—Yo podría dar una fiestecita —insistió ella—, una fiesta sin importancia. No habría que vestirse. Es el aniversario de la fundación de la Liga Bloomer, tú no lo recordabas.

—Es inútil —dijo Tom—; lo siento mucho, pero no puedo animarme. ¿Por qué no te vas, cierras la puerta y me dejas solo? Va a ser mejor así.

Ella lo miró fijamente y vio que decía la verdad. Salió despacito y cerró la puerta. Tom dio la vuelta y escondió la cara entre las manos. Podía oír el ruido que hacía su mujer al moverse en la otra habitación.

Mary adornó la habitación con los restos de la pasada Navidad, y puso un cartel que decía: «Bienvenido sea Tom, nuestro Héroe». Escuchó en la puerta, pero no oyó nada. Con un poco de desconsuelo sacó el taburete y puso una servilleta sobre él. Puso las flores en un vaso que colocó en el centro y trajo cuatro tacitas. Fue a la cocina, echó té en la tetera, puso a hervir el agua y salió al patio.

La gata de los Randolph tomaba el sol sobre la cerca de enfrente.

—Mrs. Randolph —le dijo Mary—, voy a tener invitados para el té; si usted quiere venir… —Mrs. Randolph se volvió perezosamente y se estiró—. No venga después de las cuatro —prosiguió Mary—. Mi esposo y yo vamos a la fiesta que da la Liga Bloomer.

Mary se fue al patio de atrás, donde las zarzamoras se enroscaban en la cerca. La gata de los Casini estaba echada en el suelo, gruñendo y agitando la cola con fiereza.

—Mrs. Casini —comenzó Mary, y se detuvo, pues vio lo que la gata estaba haciendo. Mrs. Casini tenía un ratón. Con la pata lo golpeaba suavemente mientras éste se agitaba desesperado tratando de huir. La gata lo dejó llegar hasta las zarzamoras, y entonces sacó las uñas. Delicadamente las hundió en el cuerpo del ratón y lo atrajo hacia sí, mientras la intensidad del placer le hacía mover la cola.

Tom debía haberse quedado dormido, cuando oyó que lo llamaban una y otra vez. Levantóse gritando:

—¿Qué ocurre? ¿Dónde estás?

Oyó a Mary que lloraba. Salió al patio y vio lo que estaba ocurriendo.

—Vuelve la cabeza —dijo, y mató al ratón.

Mrs. Casini había saltado a la cerca y desde allí lo contemplaba enfurecida. Tom cogió una piedra y la hizo huir.

En la casa, Mary seguía llorando aún. Echó el agua en la tetera y la llevó a la mesa.

—Siéntate ahí —le dijo Tom, y él se sentó en el suelo frente al taburete—. ¿Puedes darme una taza más grande?

—No censuro a Mrs. Casini —dijo Mary—; ya sé lo que son los gatos. Pero, oh Tom, si la vuelvo a invitar puedo tener inconvenientes. No voy a invitarla durante un tiempo, a pesar de lo mucho que me gusta. —Miró a Tom y vio que las arrugas habían desaparecido de su frente, y que ahora tenía mejor aspecto—. Estos días estoy tan ocupada con la Liga Bloomer —prosiguió—, que no sé cómo voy a arreglármelas para tener todo hecho.

Mary Talbot dio aquel año una fiesta para anunciar que iba a tener un hijo. Y todo el mundo dijo: ¡Cielos! Un niño de Mary va a pasarlo bien.