Una nube de tristeza descendió sobre el Palace. La alegría desapareció. Mack regresó del Laboratorio con los labios desgarrados y los dientes rotos. En penitencia, no se lavó la cara. Echóse en la cama, se tapó la cabeza con la manta y no se levantó en todo el día. Tenía el corazón tan herido como la boca. Examinaba todas las cosas que había hecho en su vida y todas le parecieron malas. Estaba muy triste. Hughie y Jones se sentaron durante un rato, contemplaron el mismo paisaje de siempre y luego se fueron malhumorados a la fábrica de conservas «Hediondo», pidieron trabajo y lo obtuvieron.
Hazel se sintió tan triste que se marchó a Monterrey, donde se peleó con un soldado y se dejó vencer. Le alivió verse vencido por un hombre a quien hubiera derrotado fácilmente.
Darling era la única feliz. Pasaba el día debajo de la cama de Mack comiéndole los zapatos. Era una perra inteligente y tenía los dientes muy afilados. Dos veces, en medio de su negra desesperación, Mack levantó a la perra y la metió en su cama para que le hiciese compañía, pero Darling se escabulló y volvió a morderle los zapatos.
Eddie se fue a La Ida para hablar con su amigo del bar. Bebió unos cuantos vasos y le pidió prestadas unas monedas que gastó tocando Melancholy Baby en la gramola eléctrica.
Mack y sus amigos comprendían que se merecían cuanto les pasaba. Se habían convertido en un deshecho social. Habían olvidado todas sus buenas intenciones. El que la fiesta se hubiera dado en honor del doctor no se mencionaba nunca ni se tomaba en consideración. El hecho se había comentado en el Restaurante de Dora. Se hablaba de él en las fábricas de conservas. Los borrachos lo repetían en La Ida. Lee Chong, virtuosamente, se negaba a hacer comentarios. Se sentía perjudicado financieramente. Lo ocurrido se juzgaba así: habían robado dinero y bebidas; habían penetrado en el Laboratorio y se habían dedicado a destrozarlo todo, sistemáticamente, por el solo placer de destrozar. Incluso las gentes mejor informadas apoyaban esta teoría. Algunos de los borrachos de La Ida pensaban en ir al arrabal para escarmentar a Mack y sus amigos y demostrarles que no se podía hacer una cosa así.
Sólo el sentido de solidaridad y su habilidad en la lucha salvó a Mack y a sus amigos de que se les hiciese objeto de represalias.
Las personas más escandalizadas no eran, sin embargo, las más virtuosas. Tom Sheligan, el más fervoroso de todos ellos, hubiera ido a la fiesta si lo hubiese sabido.
Mack y los muchachos estaban socialmente proscriptos. Sam Malloy no les hablaba cuando pasaban ante la caldera. Mack y los muchachos tuvieron que refugiarse en sí mismos, y nadie podía prever cómo iban a salir de aquella situación, pues contra el ostracismo social sólo hay dos reacciones posibles: o el hombre se decide a mejorarse, y lo consigue, o desafía al mundo haciendo cosas peores. Esta última es la reacción más frecuente.
Mack y sus amigos oscilaban en los platillos de la balanza del bien y del mal. Eran buenos y cariñosos con Darling; eran pacientes y comprensivos unos con otros. Una vez pasada la primera impresión, limpiaron el Palace como nunca lo habían hecho. Limpiaron el fogón y lavaron las mantas y las sábanas. Financieramente estaban bien. Hughie y Jones trabajaban y traían a casa sus salarios. Compraban los comestibles en el Mercado Económico, porque no podían soportar las miradas de reproche que les dirigía Lee.
Durante aquella época hizo el doctor una observación que, si bien podía ser cierta, como en su razonamiento faltaba un factor, no se sabe si era acertada. Fue el Cuatro de Julio. El doctor estaba en el Laboratorio en compañía de Richard Frost. Bebían cerveza, escuchaban a Scarlatti y miraban por la ventana. Enfrente del Palace había un largo madero, y Mack y sus amigos se hallaban sentados sobre él tomando el sol matinal. Miraban en dirección al Laboratorio. El doctor dijo:
—Mírelos. Son unos verdaderos filósofos. Creo —continuó—, que Mack y sus amigos saben todo lo ocurrido en el mundo y lo que va a suceder. Creo que son superiores a las demás gentes. En una época en que a la gente la desgarra la ambición, la nerviosidad y la codicia, ellos se sienten tranquilos. Todos nuestros triunfadores son hombres enfermos, con el estómago y el alma echados a perder, pero Mack y sus amigos son puros y sanos. Hacen cuanto quieren. Satisfacen sus apetitos sin tener que cambiarles el nombre. —Este discurso secó de tal modo la garganta del doctor que tuvo que beberse un vaso de cerveza—. No hay nada comparable al sabor de la cerveza —dijo sonriendo.
—Creo que Mack y sus amigos son como todos los demás —dijo Richard Frost—. Lo que ocurre es que no tienen dinero.
—Podrían tenerlo —dijo el doctor—. Podrían arruinarse la vida y tener dinero. Mack posee cualidades geniales. Todos son listos cuando quieren algo. Pero conocen demasiado bien las cosas para ceder a la tentación.
Si el doctor hubiese sabido lo tristes que estaban Mack y los muchachos, no hubiera hecho la siguiente declaración, pero nadie le había informado de la presión social que se ejercía contra los habitantes del Palace.
Lentamente el doctor llenó su vaso de cerveza.
—Creo que puedo probárselo —dijo—. ¿Ve que están sentados mirando hacia aquí? Bien, dentro de media hora el desfile del Cuatro de Julio va a pasar por la Avenida del Faro. Si vuelven la cabeza, podrán verlo, si andan dos manzanas, el desfile pasará junto a ellos. Bien, le apuesto un cuartillo de cerveza a que ni siquiera vuelven la cabeza.
—Y si no lo hacen —dijo Richard Frost—, ¿eso qué prueba?
—¿Que qué prueba eso? —gritó el doctor—, pues que saben exactamente en lo que ha de consistir el desfile. Saben que primero irá el Alcalde en un automóvil adornado con banderas. Luego vendrá Long Bob montado en su caballo blanco y llevando la bandera. Luego los concejales, luego una compañía de soldados del Presidio, después los Elks con sus sombrillas purpúreas, luego los Templarios con sus blancas plumas de avestruz y sus espadas. Después los Caballeros de Colón, con sus rojas plumas de avestruz y sus espadas. Mack y sus amigos saben todo esto. La banda irá tocando. Ellos lo han visto ya. No tienen por qué mirar ahora.
—No hay hombre vivo que no mire un desfile —dijo Frost.
—¿Apostamos entonces?
—Está bien.
—Siempre me ha extrañado —dijo el doctor—. Las cosas que más admiramos en el hombre, ternura, generosidad, franqueza, honradez, comprensión y sensibilidad, son, en nuestro sistema, las causas del fracaso. Y las que más detestamos, o sea rudeza, codicia, mezquindad, egoísmo e interés, constituyen los elementos del triunfo. Y que los hombres que admiran lo primero aprecien los frutos de lo segundo.
—¿Y quién quiere ser bueno, si para ello ha de estar hambriento? —dijo Richard Frost.
—Oh, no se trata de pasar hambre. Es algo completamente distinto. La venta de almas para comprar el mundo entero es completamente involuntaria y casi unánime, pero no es total. Por todas partes hay gentes como Mack y sus amigos. Yo los he visto en Méjico, en la persona de un vendedor de helados, y en un aleutiano que conocí en Alaska. Ya sabe que trataron de darme una fiesta y que todo salió mal. Pero trataban de darme una fiesta. Ésa era su intención. Escuche —dijo el doctor—, ¿no es eso la banda?
Rápidamente llenó de cerveza los dos vasos y los hombres se acercaron a la ventana.
Mack y sus amigos seguían sentados mirando el Laboratorio. En la Avenida del Faro se oía tocar la banda, y los edificios devolvían el eco del redoblar de los tambores. Y de repente pasó el Alcalde en su coche adornado con banderas, luego Long Bob montado en su caballo blanco y con su bandera, luego la banda, luego los soldados, los Elks, los Templarios, los Caballeros de Colón. Richard y el doctor se inclinaron mientras vigilaban a los hombres sentados sobre el madero.
Y no se volvió una sola cabeza, ni un solo cuello se irguió. El desfile pasó y los hombres no se movieron. Y el desfile desapareció. El doctor vació su vaso y dijo:
—No hay nada comparable al sabor de la cerveza.
Richard se dirigió a la puerta.
—¿Qué clase de cerveza quiere?
—Esta misma —dijo el doctor.
Sonreía contemplando a Mack y a sus amigos.
Es fácil decir: «El tiempo lo cura todo, esto pasará. La gente olvida», y cosas semejantes, cuando no se trata de uno mismo, pero si se trata de uno, el tiempo no pasa, la gente no olvida y uno se encuentra en medio de algo que no cambia. El doctor no sabía lo que ocurría en el Palace, de no ser así hubiera tratado de remediarlo. Y Mack y los muchachos no conocían los sentimientos del doctor, pues de lo contrario hubieran vuelto a erguir la cabeza.
Fue una mala época. La desgracia penetró en el solar vacío. Sam Malloy se peleó muchas veces con su esposa y ella lloraba constantemente. Los sollozos, al salir de la caldera, daban la sensación de que Mrs. Malloy lloraba bajo el agua. Mack y sus amigos parecían ser la causa de la perturbación. Alfred, el del Restaurante, arrojó afuera a un borracho, pero lo hizo con tanto vigor que le partió la espina dorsal. Alfred tuvo que ir tres veces a Salinas hasta que todo se puso en claro, y todo ello le molestó mucho. Ordinariamente no hacía daño a nadie. Su técnica era un modelo de precisión y de gracia.
Y para colmo, un grupo de señoras de la ciudad pidió que se cerrasen los antros de vicio para proteger así a los jóvenes americanos. Esto ocurría una vez por año, en el período que media entre el Cuatro de Julio y la Feria del Condado. Cuando esto sucedía, Dora cerraba el Restaurante durante una semana. No había gran perjuicio. Todo el mundo estaba de vacaciones y se podían hacer reparaciones en las paredes y cañerías. Pero este año, las damas organizaron una verdadera cruzada. Necesitaban la cabeza de alguien. El verano había sido muy aburrido y se hallaban inquietas. La cosa se puso tan seria que hubo que declarar quién era el verdadero propietario del lugar donde se practicaba el vicio, adonde iban a parar las rentas y los inconcientes a que daría lugar el cierre.
El Restaurante de Dora estuvo cerrado durante dos semanas, y durante aquel tiempo hubo tres asambleas en Monterrey. Se corrió la voz, y Monterrey perdió cinco asambleas para el siguiente año. Las cosas estaban mal en todas partes. El doctor tuvo que pedir un préstamo en el Banco para poder reponer lo roto durante la fiesta. Elmer Rechati se echó a dormir en la vía del tren y perdió ambas piernas. Una repentina e inesperada tempestad desgarró una red de pescar y se llevó varios botes, que luego arrojó destrozados sobre la playa de Del Monte.
No hay modo de explicar tal serie de desdichas. Todos los hombres se culpan. La gente recuerda pecados cometidos secretamente y se pregunta si ellos habrán sido la causa de la desgracia. Un hombre lo atribuye a manchas en el sol, y otro, invocando la ley de probabilidades, dice que no lo cree. Ni siquiera los médicos se beneficiaron con ello, pues aunque había muchos enfermos, eran pocos los que se hallaban dispuestos a pagar. No eran enfermedades de las que cura un médico o una medicina patentada.
Y para colmo de males, Darling se puso enferma. Era una cachorra gorda e inquieta cuando cayó enferma, pero cinco días de fiebre la convirtieron en un esqueleto cubierto de piel. Su nariz color de hígado se había puesto color de rosa, y sus encías estaban blancas. Tenía los ojos empañados por la enfermedad y su cuerpo ardía, aunque a veces temblara de frío. No comía ni bebía, y su pequeño vientre se pegaba arrugado a su espina dorsal, e incluso en el rabo se marcaban las articulaciones. El animal, indudablemente, estaba enfermo.
Un verdadero pánico se extendió por el Palace. Darling había llegado a serles muy querida. Hughie y Jones dejaron sus ocupaciones para estar cerca y poder ayudar. Velaban a Darling por turno. Le ponían un trapo mojado sobre la frente, pero la perra se ponía cada vez más enferma y más débil. Finalmente, a pesar de su repugnancia, eligióse a Hazel y Jones para que fuesen llamar al doctor. Lo encontraron estudiando un mapa donde figuraban las mareas, mientras comía un guiso de pollo, cuyo ingrediente principal no era pollo sino pepinos. Hazel y Jones pensaron que los miraba con frialdad.
—Se trata de Darling —dijeron—, se ha puesto enferma.
—¿Qué le pasa?
—Mack dice que es moquillo.
—No soy veterinario —dijo el doctor—, no sé cómo tratar a los animales.
—¿Y no podría venir a verla? —preguntó Hazel—. Está muy mala.
Rodearon al doctor mientras éste examinaba a Darling. Le miró los párpados y las encías y le tocó las orejas para ver si había fiebre. Le pasó el dedo por las costillas que sobresalían a ambos lados de la columna vertebral.
—¿No quiere comer? —preguntó.
—Nada —dijo Mack.
—Tenéis que hacer que coma; dadle sopas substanciosas, huevos y aceite de hígado de bacalao.
A los hombres les pareció que el doctor estaba frío y profesional. Volvió en seguida a su mapa y su comida.
Pero Mack y sus amigos ya sabían lo que hacer. Cocieron carne e hicieron un caldo tan fuerte como el whisky. Con grandes esfuerzos consiguieron que Darling tragase algunas gotas de aceite de bacalao. Le abrían la boca y echaban en ella el caldo frío. La perra tenía que tragarlo o ahogarse. Cada dos horas le daban agua y alimentos. Antes dormían por turno, ahora nadie dormía. Se sentaban silenciosos esperando que se produjera la crisis. Y la crisis se produjo por la mañana temprano. Los muchachos estaban medio dormidos en sus sillas, pero Mack se hallaba despierto y tenía los ojos fijos en la perra. La vio agitar dos veces las orejas e hinchar el pecho. Con una debilidad infinita Darling se incorporó, fue hasta la puerta, bebió un poco de agua y cayó al suelo.
Mack despertó a gritos a los demás. Comenzó a bailar pesadamente. Todos gritaron de contento. Lee Chong los oyó cuando sacaba los cubos de la basura. Alfred los oyó y creyó que estaban dando una fiesta.
A las nueve, Darling se había comido un huevo crudo y media pinta de crema batida. Al mediodía recuperaba peso visiblemente. Al día siguiente correteaba un poco y a la semana habíase puesto del todo bien.
Por fin habíase abierto una brecha en la muralla del mal. Por todas partes había pruebas de ello. La red de pescar pudo ser utilizada de nuevo.
A Dora se le avisó que podía abrir el Restaurante. Earl Wakefield pescó un coto espinoso que tenía dos cabezas y lo vendió al Museo por ocho dólares. La muralla del mal estaba rota. Se caía a pedazos. Aquella noche las cortinas estaban corridas en el Laboratorio. La música sonó hasta las dos en punto, pero no se vio salir a nadie. Lee Chong perdonó a Mack y sus amigos y rompió la cuenta de las ranas, que desde el primer momento había constituido una preocupación. Y para probar a los muchachos que les había perdonado, les regaló una pinta de Old Tennis Shoes. El hecho de que comprasen en otra parte había herido sus sentimientos, pero ahora todo había terminado. La visita de Lee coincidió con el primer momento favorable que Darling había tenido desde su enfermedad. Ahora estaba tan mimada que nadie se atrevía a decirle nada. Cuando llegó Lee Chong llevando su regalo, Darling estaba destrozando deliberadamente el único par de botas de goma que tenía Hazel, y sus felices dueños la aplaudían.
Mack nunca visitaba el Restaurante profesionalmente. Le hubiera parecido un incesto. Favorecía una casa que había cerca del campo de baseball. Así que cuando entró en el bar, todo el mundo creyó que quería una cerveza. Mack acercóse a Alfred.
—¿Está Dora?
—¿Qué es lo que quieres? —le preguntó Alfred.
—Quiero preguntarle una cosa.
—¿Qué cosa?
—Algo que no te importa.
—Está bien. Voy a averiguar si quiere recibirte.
Un momento después introducía a Mack en el despacho de Dora. La dueña de la casa estaba sentada ante una mesa. Su pelo color de naranja estaba peinado en ricitos, y tenía puesta una visera verde. Provista de pluma, estaba poniendo sus libros al día. Llevaba un magnífico vestido de seda rosa adornado con encajes en las mangas y el cuello. Cuando Mack entró hizo girar su silla y se quedó mirándolo. Alfred quedóse en la puerta y esperó. Mack permaneció en pie hasta que Alfred hubo cerrado la puerta y desaparecido. Dora lo contempló con recelo.
—Bien, ¿qué es lo que quieres? —le preguntó al fin.
—Pues, sabe… —dijo Mack—; ya sabe lo que nos ocurrió con el doctor hace algún tiempo.
Dora se levantó la visera y dejó la pluma en el tintero:
—¡Sí! Me lo han contado.
—Pues, bien, señora, aunque no lo crea, nosotros quisimos darle una fiesta al doctor. Pero él no llegó cuando pensábamos y la cosa se echó a perder.
—Eso he oído —dijo Dora—. Y, ¿qué es lo que quieres que yo haga?
—Pues —dijo Mack—, yo y los muchachos hemos pensado preguntarle. Ya sabe lo que pensamos del doctor. Queremos preguntarle qué cosa amable podríamos hacer por el doctor.
—¡Hum!… —dijo Dora, y echóse hacia atrás en su silla, cruzó las piernas y alisóse la falda de su vestido. Sacó un cigarrillo, lo encendió y se puso a meditar—. Vosotros le disteis al doctor una fiesta a la cual no pudo asistir. ¿Por qué no le dais una fiesta a la que asista?
—¡Jesús! —dijo luego Mack hablando con sus amigos—. Y era una cosa tan sencilla. Pero es una mujer de mérito. No me extraña que se haya convertido en una señora. Es una mujer de mérito.