Henri, el pintor, no era francés y, además, no se llamaba Henri. Tampoco era, en realidad, un pintor. Henri estaba tan empapado de relatos de la Rive Gauche de París, que vivía allí aun no habiendo estado nunca. A través de los periódicos seguía febrilmente el movimiento dadaísta, y las escisiones, los fervores y envidias extrañamente femeninos, los obscurantismos de las escuelas que se formaban y se disolvían. Regularmente se rebelaba contra las viejas técnicas y los viejos materiales. En una época abandonó la perspectiva. Otra vez prescindió del rojo, incluso en la composición del morado.
Finalmente dejó de pintar. No se sabía si Henri era o no un buen pintor, pues se había dedicado de tal modo a seguir los distintos movimientos, que apenas tenía tiempo para pintar.
Hay varias dudas con respecto a su pintura. No se puede juzgar por su producción. Pero era un magnífico constructor de botes. Llevaba varios años viviendo en una tienda de campaña cuando comenzó a construir su barquito y pudo irse a vivir en él. Pero una vez que tuvo casa, dedicó todo su tiempo al barco. Éste, más que construido, estaba tallado. Tenía treinta y cinco pies de largo, y sus líneas cambiaban constantemente. Durante un tiempo tuvo la proa como un clíper y la popa como un destructor. Más tarde tuvo un vago aspecto de carabela. Como Henri no tenía dinero, tardaba a veces varios meses en encontrar la pieza que le hacía falta. Pero a Henri le agradaba esto, pues no quería terminar su barco.
El barquito estaba entre los pinos de un terreno que Henri había alquilado por cinco dólares al año. Esto servía para pagar los impuestos, y el propietario se contentaba. El bote yacía sobre una base de cemento, y una escala de cuerda pendía de uno de sus cotados cuando Henri estaba ausente. Cuando estaba en casa quitaba la escala, y sólo la ponía cuando venían invitados. Su pequeña cabina tenía un amplio diván que se extendía a lo largo de tres de sus paredes. Sobre él dormía Henri y se sentaban sus invitados. Había también una mesa plegable y una lámpara que pendía del techo. Su cocina era una maravilla de concreción, pero todas sus piezas eran producto de largos meses de meditación y trabajo.
Henri era moreno y arisco. Llevaba una boina cuando todo el mundo había dejado de usarla, fumaba en pipa, y su negro cabello le caía sobre el rostro. Henri tenía muchos amigos, a quienes clasificaba en dos grupos: los que podían alimentarlo y los que tenía que alimentar. Su barquito no tenía nombre. Henri decía que iba a bautizarlo cuando lo terminase. Henri vivía en el barco y llevaba construyéndolo más de diez años. Durante aquel tiempo se había casado dos veces y había entablado varios concubinatos semipermanentes. Y todas las mujeres lo abandonaron por la misma razón: la cabina era demasiado pequeña para dos personas. No les gustaba golpearse la cabeza cuando se ponían de pie, y echaban de menos un lavabo. Los lavabos marítimos no funcionaban en un buque perennemente amarrado, y Henri no quería lavabos de otra clase. Él y sus amigos tenían que marcharse entre los pinos. Y una tras otra, todas las mujeres lo abandonaron.
Después que lo dejó la muchacha que él llamaba Alicia, le ocurrió una cosa curiosa. Siempre que lo abandonaban, Henri solía apenarse formalmente durante algún tiempo, aunque en realidad experimentaba una sensación de alivio. Podía estirarse en su pequeña cabina. Podía comer lo que quisiera. Le gustaba verse libre de las interminables funciones biológicas de la mujer.
Siempre que lo abandonaban solía comprar un galón de vino, se extendía en su litera y se emborrachaba. A veces lloraba un poco, pero esto era solamente un lujo y le proporcionaba una sensación de bienestar. Leía en alta voz a Rimbaud, con un acento terrible, y se maravillaba de la fluidez de su dicción.
Durante uno de estos duelos rituales por la pérdida de Alicia, ocurrió la cosa más extraña: era de noche, la lámpara estaba encendida y Henri había comenzado a emborracharse, cuando se dio cuenta de que no estaba solo. Miró con cautela y vio que al otro extremo de la cabina había un hombre joven, de aspecto demoníaco, un hombre moreno y apuesto. Sus ojos lanzaban llamas de inteligencia y energía y le brillaban los dientes. En su rostro había algo muy atractivo y muy horrible a la vez; junto a él había un niño de cabello rubio. El hombre miró al niño y el niño miró al hombre y se echó a reír como si fuera a suceder algo maravilloso. El hombre miró a Henri, sonrió y volvió a mirar al niño. Del bolsillo izquierdo de su chaleco sacó una vieja navaja de afeitar. La abrió, y con un gesto de la cabeza señaló al niño. Le puso la mano entre los rizos, el niño rió alegremente, entonces el hombre cortó con la navaja la garganta del niño, y el niño continuó riendo. Pero Henri daba gritos de terror. Tardó mucho tiempo en darse cuenta de que ni el hombre ni el niño estaban ya allí.
Cuando se hubo calmado un poco, Henri salió de la cabina, saltó fuera del buque y descendió corriendo la colina. Anduvo varias horas y por fin llegó al arrabal.
El doctor estaba en el sótano trabajando con unos gatos cuando Henri entró. Siguió trabajando mientras Henri le contaba lo que le había ocurrido, y, al terminar, el doctor lo miró fijamente para ver cuánto miedo y cuánta comedia había en todo aquello. Y había sobre todo miedo.
—¿Cree que es un fantasma —preguntó Henri—, el reflejo de algo que ha sucedido, un terror freudiano, o que estoy completamente loco? Lo vi, estoy seguro. Lo he visto con tanta claridad como le estoy viendo a usted.
—No sé —dijo el doctor.
—¿Quiere venir conmigo y ver si la cosa se repite?
—No —dijo el doctor—. Si yo lo veo, puede ser un fantasma, y eso me asustará mucho, porque no creo en los fantasmas. Y si lo ves otra vez, no será ya una alucinación y vas a llevarte un buen susto.
—¿Y qué voy a hacer? —preguntó Henri—. Si lo veo otra vez, ya sé lo que va a suceder y estoy seguro de que me moriré.
Él no tiene aspecto de asesino. Tiene aspecto simpático, y el niño también. Pero él le ha cortado la garganta al niño. Yo lo he visto.
—No sé —dijo el doctor—, no soy psiquiatra ni brujo, y no voy a empezar ahora.
Se oyó una voz de muchacha.
—Hola, doctor, ¿puedo bajar?
—Adelante —dijo el doctor.
Era una muchacha linda y espabilada. El doctor se la presentó a Henri.
—Henri tiene un problema —dijo el doctor—. Ha visto un fantasma o le remuerde la conciencia, pero él no sabe lo que es. Cuéntaselo, Henri.
Henri repitió la historia, y los ojos de la muchacha lanzaron llamas.
—¡Pero eso es horrible! —dijo cuando Henri hubo acabado—. Nunca he visto un fantasma. Vamos a su barco para ver si vuelve.
El doctor les vio alejarse con un poco de amargura. Se quedaba sin compañera.
La muchacha no consiguió ver al fantasma, pero le gustaba Henri y transcurrieron cinco meses hasta que la estrechez de la cabina y la falta de lavabo la obligaron a marcharse.