En la parte de atrás del Laboratorio, las ratas blancas chillaban y se movían inquietas en sus jaulas. En una jaula aparte, una rata madre yacía sobre sus desnudos y ciegos hijuelos y dejaba que mamasen mientras sus ojos recorrían nerviosamente la habitación.
En la jaula de las serpientes de cascabel, los enroscados reptiles miraban ante sí con sus ojos negros y empolvados. En el acuario, las anémonas extendían sus tentáculos verdes y purpúreos y mostraban sus estómagos de color pálido. La bomba de agua de mar chirriaba suavemente, y el agua que penetraba en los tanques enviaba burbujas hacia la superficie.
Amanecía. Lee Chong sacó a la calle los cubos de la basura.
Alfred se rascaba la barriga en la puerta del Restaurant. Sam Malloy salió arrastrándose de la caldera, sentóse sobre un madero y miró hacia el Oriente. Más allá de las rocas, junto a la Estación Marítima, los leones marinos ladraban monótonamente. El chino viejo salió del mar con su chorreante cesta y subió la colina golpeando el piso con su rota suela.
De pronto un coche avanzó por medio del arrabal, y el doctor se detuvo ante su casa. Tenía los ojos enrojecidos de fatiga y se movía con lentitud y cansancio. Cuando el coche se detuvo, quedóse inmóvil durante un momento para apartar de sí el traqueteo de la carretera. Luego bajó del coche. Al sentir sus pasos, las serpientes de cascabel sacaron su lengua hendida y se pusieron a escuchar. Las ratas corrieron como locas por sus jaulas. El doctor subió la escalera y miró asombrado la puerta arrancada y las ventanas rotas. Pareció como si su cansancio se desvaneciese. Penetró rápidamente en el Laboratorio. Fue de habitación en habitación, procurando no pisar los cristales. Inclinóse y recogió del suelo un disco roto y miró el título.
En la cocina, la grasa derramada blanqueaba en el suelo. Los ojos del doctor centelleaban de cólera. Sentóse un momento sobre el diván, pero se levantó en seguida y puso un disco sobre el fonógrafo. Escuchóse un silbido, el doctor paró el fonógrafo y se sentó otra vez en el diván.
En la escalera sonaron unos pasos inseguros y en la puerta apareció Mack. Tenía el rostro enrojecido. Se detuvo vacilante en medio de la habitación.
—Doctor —dijo—, yo y los muchachos…
Durante un instante, el doctor pareció no verlo. Luego se incorporó de un salto. Mack retrocedió.
—¿Lo habéis hecho vosotros todo esto?
—Bien, yo y los muchachos.
El pequeño y duro puño del doctor fue a chocar contra la boca de Mack. En los ojos del doctor brillaba una furia animal. Mack cayó pesadamente al suelo. El puño del doctor era duro y afilado. Los labios de Mack se desgarraron al ser aplastados contra los dientes, y uno de éstos inclinóse hacia dentro.
—¡Levántate! —dijo el doctor.
Mack se incorporó. Tenía las manos en los costados. El doctor volvió a golpearle en la boca, un golpe frío y calculado. La sangre brotó de los labios de Mack y corrió por su barbilla. Mack trató de chuparse los labios.
—¡Levanta la mano, pelea, hijo de perra! —gritó el doctor, y golpeó otra vez sintiendo el crujido de los dientes rotos.
La cabeza de Mack sufrió una sacudida, pero esta vez Mack no cayó al suelo. Y seguía con las manos en los costados.
—Continúe, doctor. —Habló a través de sus labios partidos—. Me lo merezco.
Los hombros del doctor se inclinaron con un gesto de derrota.
—¡Hijo de perra! —dijo—. ¡Sucio hijo de perra!
Sentóse en el diván y se miró los heridos nudillos.
Mack dejóse caer en una silla y miró al doctor. Los ojos de Mack estaban llenos de pena. Ni siquiera se limpió la sangre que corría por su barbilla. En el cerebro del doctor comenzó a resonar la monótona obertura del Or ch’el Ciel e la Terra de Monteverdi, el triste y resignado lamento de Petrarca. A través de la música el doctor veía la boca herida de Mack. La música estaba en su cabeza y en el aire. Mack se hallaba sentado e inmóvil como si él también percibiese la música. El doctor miró al lugar donde estaba el álbum de Monteverdi, y entonces recordó que el fonógrafo estaba roto. Se incorporó.
—Vete a lavar la cara —dijo. Bajó la escalera y entró en casa de Lee Chong. Lee no se atrevió a mirarle cuando le sirvió la cerveza. El doctor volvió a cruzar la calle.
Mack estaba en el lavabo limpiándose la sangre. El doctor abrió la botella y llenó un vaso. Luego llenó otro vaso y llevo los dos a la habitación de delante. Mack regresaba enjugándose la boca con una toalla mojada. El doctor, con un movimiento de cabeza, le indicó el vaso. Mack abrió la boca y bebió medio vaso. Dio un profundo suspiro y miró la cerveza. El doctor había terminado su vaso. Trajo la botella y volvió a llenar los dos vasos. Luego se sentó sobre el diván.
—¿Qué es lo que ha pasado? —preguntó.
Mack miró al suelo y una gota de sangre le cayó en la cerveza.
Volvióse a enjugar los labios heridos.
—Yo y los muchachos quisimos darle una fiesta. Creímos que estaría de regreso anoche.
El doctor inclinó la cabeza.
—Comprendo.
—No pude evitarlo —dijo Mack—. No vale nada decir que lo siento. Esto me ha ocurrido toda mi vida. No es nada nuevo. —Bebió un largo sorbo de cerveza—. Tenía una mujer —dijo Mack—, y con ella ocurría lo mismo. Todo me salía mal. Ella no pudo soportarlo. Cuando hago algo bueno se me estropea al momento. Hasta cuando le hacía un regalo, la cosa se estropeaba. Ella no pudo soportarlo. Ahora me he convertido en un payaso, sólo sirvo para hacer que los muchachos rían.
El doctor volvió a asentir. Otra vez resonaba la música en su cerebro: resignación y pena juntamente.
—Lo sé —dijo.
—Me alegré cuando me pegó —continuó Mack—. Pensaba: quizá esto te sirva para que recuerdes. Pero no aprendo ni recuerdo nada. Doctor —gritó Mack—, tal como lo había planeado todos lo pasábamos bien: usted era feliz porque le dábamos una fiesta y nosotros también estábamos contentos. Como yo lo planeaba era muy agradable. —Indicó con la mano los objetos rotos que había en el suelo—. Lo mismo ocurrió cuando me casé. Quería que saliesen bien las cosas, pero nunca lo conseguía.
—Lo sé —repitió el doctor. Abrió la segunda botella de cerveza y llenó los vasos.
—Doctor —dijo Mack—, yo y los muchachos limpiaremos todo esto y pagaremos lo que se ha roto. Aunque tardemos cinco años lo pagaremos.
El doctor meneó la cabeza lentamente y se limpió la espuma que tenía en el bigote.
—No; yo lo limpiaré. Sé dónde debe ponerse todo.
—Pagaremos lo roto, doctor.
—No, Mack —dijo el doctor—. Pensaréis en ello y os preocuparéis, pero no pagaréis nada. Habéis roto cristales por valor de trescientos dólares. No me digas que vais a pagarlos. Sólo os servirá de preocupación. Pasarán dos o tres años antes de que lo olvidéis y estéis otra vez tranquilos. Y de ninguna forma pagaríais.
—Creo que tiene razón —dijo Mack—. Sé que tiene razón. ¿Qué podemos hacer entonces?
—Ya lo he olvidado —dijo el doctor—. Esos golpes en la boca han hecho que lo olvide. No hablemos más de ello.
Mack terminó su cerveza y se levantó.
—Hasta luego —dijo.
—Hasta luego. Mack, ¿qué ocurrió con tu esposa?
—No lo sé —dijo Mack—. Se marchó de casa.
Bajó pesadamente las escaleras, cruzó la calle y se dirigió al Palace. El doctor, desde la ventana, le vio alejarse. Luego cogió una escoba que había detrás del calentador de agua. Tardó un día entero en limpiarlo todo.