XX

A media mañana, el camión modelo T atravesó triunfalmente el arrabal, saltó la cuneta y fue a ocupar su puesto entre las hierbas, detrás de la casa de Lee Chong. Los muchachos colocaron los maderos bajo las ruedas delanteras, vaciaron en una lata de cinco galones lo que quedaba de gasolina, cogieron sus ranas y marcharon al Palace Flophouse.

Luego Mack hizo una ceremoniosa visita a Lee Chong, mientras los muchachos encendían el fuego. Mack dio dignamente las gracias a Lee Chong por haberles prestado el coche. Habló del éxito del viaje y de los cientos de ranas que habían cogido. Lee sonreía tímidamente y aguardaba lo inevitable.

—Tenemos muy buenas perspectivas —dijo Mack con entusiasmo—. El doctor nos paga cinco centavos por cada rana y hemos traído unas mil.

Lee asintió. Aquél era el precio corriente. Todo el mundo lo sabía.

—El doctor está fuera —dijo Mack—. Va a alegrarse mucho cuando vea tantas ranas.

Lee volvió a asentir. Sabía que el doctor estaba fuera y sabía también adonde iba a parar la conversación.

—A propósito —dijo Mack como si pensase de pronto en ello—, ahora estamos mal de dinero…

Procuró que la cosa sonase como algo muy poco frecuente.

—Nada de whisky —dijo Lee Chong sonriendo.

Mack se ofendió.

—¿Y por qué habíamos de querer whisky? Tenemos un galón del mejor whisky existente. A propósito —continuó—, a mí y a los muchachos nos gustaría que tomases un trago con nosotros. Me dijeron que te invitase.

Involuntariamente, Lee sonrió con agrado. No le invitarían si no tuviesen el whisky

—No —continuó Mack—, lo que ocurre es que estamos mal de dinero y tenemos hambre. Por lo tanto, hemos pensado esto. No queremos que pierdas nada, y por ello te cedemos veinticinco ranas por un dólar. De este modo tienes cinco ranas de beneficio.

—No —dijo Lee—. Nada de dinero.

—Pero, Lee, si lo que necesitamos son unos cuantos comestibles. Te explicaré: queremos darle una fiesta al doctor cuando regrese. Tenemos bastante whisky y únicamente necesitamos algunos bistés y cosas parecidas. El doctor es un buen tipo. Cuando tu esposa tuvo dolor de muelas, ¿quién le proporcionó el láudano?

Mack había vencido. Lee tenía mucho que agradecerle al doctor. Estaba preocupado pensando si el agradecimiento que sentía por el doctor le obligaba a dar crédito a lo que decía Mack.

—No queremos que hipoteques las ranas —continuó Mack—; te entregaremos veinticinco por cada dólar de comestibles que nos des, y además podrás venir a la fiesta que daremos en honor del doctor.

Lee examinó mentalmente la proposición. No veía nada en contra de ella. Todo ello era legítimo. Las ranas representaban dinero, el precio era fijo, y él obtenía un provecho doble. Además de las cinco ranas de beneficio había que añadir lo que ganaba con los comestibles. Todo dependía de si en realidad existían las ranas de que hablaba Mack.

—Vamos a ver las ranas —dijo por fin Lee Chong.

Frente al Palace bebió un poco de whisky, inspeccionó los sacos de ranas y accedió a la transacción. Estipuló, sin embargo, que no aceptaría ranas muertas. Mack contó cincuenta ranas. Las puso en una lata, fue a la tienda con Lee y allí obtuvo dos dólares de tocino, pan y huevos.

Lee, previendo un negocio activo, sacó una caja grande y la puso donde vendían las verduras. Vació en la caja las cincuenta ranas y puso encima un saco mojado para que estuviesen a gusto los batracios de su propiedad.

Y el negocio fue activo. Eddie vino con ranas por valor de dos dólares, que cambió por cigarros Bull Durham. Más tarde Jones se ofendió al ver que el precio de la Coca-Cola subía de una a dos ranas. La incomodidad creció según avanzaba el día y subían los precios. La carne, por ejemplo, la de mejor clase, no debía valer más de diez ranas la libra, pero Lee la cobró a doce y media. Los melocotones en conserva alcanzaron el desmesurado precio de ocho ranas por lata.

Lee Chong se aprovechaba de sus parroquianos. Sabía que ni el Mercado Económico ni Holman aprovecharían su sistema. Si los muchachos querían carne, tenían que pagar los precios de Lee Chong. Las cosas llegaron al máximo cuando a Hazel, que durante largo tiempo había deseado unos brazales, le dijeron que si no quería pagar por ellos treinta y cinco ranas, podía irse a otra parte. El veneno de la codicia comenzaba a penetrar en aquel inocente trato comercial. El rencor aumentaba, como aumentaban las ranas en el cajón de Lee.

El rencor financiero no hacía gran mella en Mack y sus amigos porque no tenían espíritu mercantil. No medían su alegría por las ventas realizadas, su personalidad por las cuentas del Banco, ni sus amores por lo que les costaban. Aunque les irritaba que Lee se aprovechase de ellos, tenían en el estómago dos dólares de tocino y huevos, yaciendo sobre un buen trago de whisky y cubiertos por otro buen trago. Y estaban sentados en sillas y en su propia casa mirando cómo Darling aprendía a beber la leche que había en una lata de sardinas. Darling era y estaba destinada a ser un animal muy feliz, pues los cinco hombres tenían teorías contrarias respecto a la educación de los perros, y por lo tanto Darling crecería sin que la educaran. Desde el principio demostró ser una perra precoz. Dormía en la cama del hombre que le había dado la última golosina. Los muchachos llegaron a veces a robar para la perra. Se la disputaban entre sí. De vez en cuando convenían en que las cosas debían cambiar y en que se debía disciplinar a Darling, pero siempre diferían en cuanto al método. Estaban enamorados del animal. Encontraban encantadores los charquitos que dejaba en el suelo. Aburrían a todos sus amigos con el relato de sus monerías y la hubieran matado a fuerza de darle de comer, si la perra no hubiese sido más sensata que ellos.

Jones le hizo una cama al pie del reloj, pero Darling no la utilizó jamás. Dormía con el hombre que más le agradaba. Se comía las mantas, desgarraba los colchones, sacaba las plumas de las almohadas. Coqueteaba y lanzaba a los dueños unos contra otros. Los hombres la encontraban maravillosa. Mack quería enseñarle juegos, para dedicarla al circo, y ni siquiera consiguió educarla bien.

Aquella tarde se hallaban sentados, haciendo la digestión, fumando, discutiendo y bebiendo de vez en cuando. Y cada vez que bebían, observaban que no había que tomar mucho, que aquello era para el doctor. No debían olvidarlo ni un momento.

—¿Y cuándo creéis que regresará? —preguntó Eddie.

—Generalmente regresa a las ocho o las nueve —dijo Mack.

—Ahora tenemos que ver cómo vamos a darle la fiesta. Yo creo que debemos hacerlo esta noche.

—Seguro —convinieron los otros.

—Puede que el doctor esté cansado —sugirió Hazel—. Es un viaje muy largo.

—Diablos —dijo Jones—; nada descansa tanto como una fiesta. Yo he estado tan cansado que hasta se me caían los pan talones, y he ido a una fiesta y me he sentido como nuevo.

—Vamos a pensarlo seriamente —dijo Mack—. ¿Dónde vamos a dar la fiesta?

—Pues al doctor le gusta oír su música. Siempre se lleva el fonógrafo cuando va a una fiesta. Quizá le guste más que demos la fiesta en su casa.

—Llevaremos las cosas allí —dijo Mack—; le vamos a dar una sorpresa. ¿Y cómo vamos a hacer que parezca una fiesta, si sólo llevamos el jarro de whisky?

—¿Y si pusiéramos adornos —sugirió Hughie— como el Cuatro de Julio o la víspera de Todos los Santos?

—Hughie —dijo—, creo que tienes razón. No te creía capaz de esto, pero veo que has acertado. —Endulzóse su voz y comenzó a imaginar—. Veo lo que ocurrirá —dijo—: El doctor regresa. Está cansado. Se detiene ante su casa. Todo está encendido. El doctor supone que han entrado ladrones. Sube la escalera y se encuentra adornada toda la casa. Hay papeles rizados y un gran pastel. Entonces el doctor comprenderá que se trata de una fiesta. Y no ha de ser una fiesta de poca categoría. Y nosotros nos esconderemos un momento para que no sepa de quién se trata. Y luego salimos dando gritos. ¿Os imagináis el rostro del doctor? Cielos, Hughie, no comprendo cómo se te ha ocurrido.

Hughie enrojeció. Su idea estaba basada en las fiestas de Año Nuevo de La Ida, pero si la fiesta fuese así, ¡qué gloria le correspondería a Hughie!

—Sólo he pensado que sería agradable —dijo.

—Cierto, va a ser muy agradable —dijo Mack—. Y pienso decirle al doctor de quién partió la idea.

Se recostaron en las sillas y consideraron el asunto. Y se figuraron que el adornado Laboratorio se parecería al invernadero del Hotel del Monte. Bebieron otros dos vasos, para saborear el plan.

La tienda de Lee Chong era notable. Por ejemplo, la mayoría de las tiendas compran en octubre papel amarillo y negro, gatos de papel negro, antifaces y calabazas. Se hace un activo negocio la víspera de Todos los Santos y después desaparecen estos artículos. Se venden o se tiran; pero no pueden comprarse en el mes de junio. Lo mismo ocurre con los ornamentos del Cuatro de Julio, banderas, colgaduras, cohetes. ¿Dónde están en enero? Han desaparecido totalmente. Esto no sucedía en casa de Lee Chong. Allí se pueden comprar en noviembre los regalos que se envían el día de San Valentín, tréboles y cerezos de papel, en agosto. Tenía triquitraques que estaban allí desde 1920. Era un gran misterio saber dónde guardaba su stock, pues su establecimiento no era muy grande. Lee Chong tenía trajes de baño del tiempo de las faldas largas y las medias negras. Tenía lanzaderas para hacer encaje y juegos de Mah Jong. Tenía banderitas que decían: «Recordad el Maine», y recuerdos de la exposición internacional de 1915. Pero además Lee Chong tenía otra costumbre contraria a la ortodoxia. Jamás reducía el precio de ningún artículo. Un artículo que en 1912 costaba treinta centavos, seguía costándolos aunque la polilla y los ratones hubieran podido reducir su valor a los ojos de algunos. Pero no había que darle vueltas. Si se quería adornar un laboratorio, no de acuerdo con la estación, sino de modo que tuviese algo de saturnal y algo de desfile de banderas de todas las naciones, la tienda de Lee Chong era el lugar indicado.

Mack y los muchachos lo sabían, pero Mack dijo:

—¿Dónde vamos a encontrar un pastel grande? Lee sólo los tiene pequeños.

Hughie, que había tenido tanto éxito, volvió a probar otra vez.

—¿Por qué Eddie no hace un pastel? —sugirió—. Eddie ha estado algún tiempo en la cocina del San Carlos.

El entusiasmo que despertó la idea impidió que Eddie confesase que nunca había hecho un pastel.

Además, Mack hizo hincapié en el aspecto sentimental.

—Al doctor le agradará más —dijo—; no se parecerá a los pasteles comprados. Resultará más cordial.

Al finalizar la tarde y el whisky, el entusiasmo creció. Hubo infinitos viajes a casa de Lee Chong. Uno de los sacos de ranas estaba vacío y la caja de Lee se iba llenando. Hacia las seis habían terminado el galón de whisky y compraban medias pintas de Old Tennis Shoes a quince ranas la botella, pero los elementos de decoración se amontonaban en el suelo del Palace: millares de papeles conmemorativos de todos los acontecimientos en boga y algunos que no lo estaban ya.

Eddie vigilaba el fogón como una gallina a sus polluelos. Estaba haciendo un pastel dentro de la jofaina. La receta era infalible, de acuerdo con la compañía que fabricaba la levadura. Pero desde el primer momento el pastel habíase conducido extrañamente. Cuando terminaron de amasarlo, retorcióse y jadeó como si dentro de él se agitase algún animal. Cuando estuvo en el horno comenzó a inflarse como una pelota de baseball, se puso tenso y brillante y luego se desinfló emitiendo un silbido y dejando un agujero que obligó a Eddie a llenarlo con masa. Ahora el pastel procedía curiosamente, pues mientras el fondo se quemaba enviando una columna de negro humo, la parte de encima se elevaba y descendía en medio de una serie de pequeñas explosiones.

Cuando Eddie lo puso a enfriar, semejaba un campo de batalla cubierto de lava.

El pastel tuvo mala suerte, pues mientras los muchachos adornaban el Laboratorio, Darling comió una parte, vomitó sobre él y, finalmente, se enroscó y se echó a dormir sobre la masa que aún estaba caliente.

Pero Mack y los muchachos habían cogido todos los ornamentos y se habían trasladado a casa del doctor. Las últimas ranas las cambiaron por un cuartillo de Old Tennis Shoes y dos galones de vino de 49 centavos.

—Al doctor le gusta mucho el vino —dijo Mack—. Creo que lo prefiere al whisky.

El doctor no cerraba jamás el Laboratorio. Tenía la teoría de que cualquiera que quisiese asaltar la casa podía hacerlo fácilmente, que la gente era esencialmente honrada y que la mayoría de las personas no tenían interés en robarle. Los objetos de valor eran libros, instrumentos quirúrgicos y cosas que no atraían la atención del ladrón vulgar. Su teoría había dado resultado respecto a los ladrones profesionales y cleptómanos, pero había fracasado con sus amigos. Con frecuencia se llevaban «prestados» sus libros. No había lata de habichuelas que sobreviviera a sus ausencias, y en varias ocasiones, cuando regresaba tarde, había encontrado personas metidas en su cama.

Los muchachos colocaron los papeles en el vestíbulo y entonces Mack los detuvo.

—¿Y qué es lo que más va a gustarle al doctor? —preguntó.

—¡La fiesta! —dijo Hazel.

—No —dijo Mack.

—¿Los adornos? —sugirió Hughie, que se sentía responsable de ello.

—No —dijo Mack—, las ranas. Eso es lo que más va a gustarle. Y quizá cuando el doctor regrese, Lee Chong habrá cerrado y ni siquiera podrá ver las ranas. ¡No! —gritó—; las ranas deben estar en medio de la habitación con una colgadura sobre ellas y un letrero que diga: «Bienvenido, doctor».

El comité que fue a visitar a Lee tropezó con una dura oposición. El receloso espíritu del chino veíase asaltado por toda clase de sospechas.

Se le explicó que como él iba a estar en la fiesta podría vigilar su propiedad, y que nadie discutía que las ranas fuesen suyas. Mack escribió un papel por el que transfería las ranas a Lee Chong en previsión de un posible entredicho.

Cuando las protestas de Lee se debilitaron, Mack y sus compañeros llevaron la caja al Laboratorio, la adornaron con banderitas de colores, escribieron la bienvenida en una tarjeta y se dedicaron a adornar la casa. Se les había terminado el whisky y tenían realmente un ánimo de fiesta. Colgaron los papeles colocaron las calabazas. Los transeúntes se unían a la C y corrían a casa de Lee Chong en busca de más bebida. Lee estuvo en la fiesta durante un rato, pero tenía débil el estómago y tuvo que marcharse a casa. A las once frieron los bistés y se los comieron. Alguien se dedicó a poner discos en el gramófono y la música podía oírse desde La Ida. Un grupo de clientes del Restaurante creyó que el Laboratorio era un establecimiento rival, y subió con gran algazara. Fueron expulsados por los ofendidos huéspedes, después de una larga, feliz y sangrienta batalla, durante la cual se arrancó la puerta principal y se rompieron dos cristales. El chocar de los jarros era desagradable. Hazel, que atravesaba la cocina para ir al lavabo, tropezó con la sartén llena de grasa caliente, que derramó sobre sí y sobre el suelo produciéndose graves quemaduras.

A la una y media, un borracho que había entrado hizo una advertencia que se consideró insultante para el doctor. Mack le aplicó una llave que aún se recuerda y se discute. El hombre perdió el equilibrio, describió un pequeño arco y cayó sobre la caja de las ranas. Alguien que trataba de cambiar un disco, dejó caer el regulador del tono y rompió el cristal.

Nadie ha estudiado la psicología de un final de fiesta. La gente se encoleriza, grita, luego, rápidamente, desaparece todo, los invitados se marchan a su casa a dormir o a cualquier otra parte, abandonando un cuerpo muerto.

Las luces brillaban en el laboratorio. La puerta principal pendía de uno de los goznes. El suelo estaba lleno de cristales rotos. Por todas partes se veían discos de gramófono, unos rotos, otros únicamente mellados. Los platos llenos de restos de carne y grasa coagulada estaban en el suelo, sobre las librerías, debajo de la cama. Al lado de ellos se veían vasos de whisky. Alguien que trató de subirse a las estanterías derribó toda una sección de libros, que se desparramaron por el suelo. Y la habitación se hallaba vacía, la fiesta había terminado.

Por uno de los rotos extremos de la caja salió una rana, que inspeccionó la atmósfera como presintiendo un peligro; al poco rato se le unió otra. Las ranas olían el aire húmedo que entraba por la puerta y por las ventanas rotas. Una de ellas se puso sobre la tarjeta que decía: «Bienvenido, doctor». Luego las dos se encaminaron tímidamente hacia la puerta.

Durante bastante tiempo, un pequeño río de ranas descendió a saltos la escalera, un río movedizo, lleno de remolinos, y durante bastante tiempo el arrabal se vio invadido por las ranas. Un taxi que conducía un retrasado al Restaurante aplastó a cinco ranas. Pero antes de que amaneciese habían desaparecido todas. Algunas fueron a parar a la alcantarilla, otras subieron por la colina y llegaron al depósito de agua, otras desaparecieron por las cloacas y algunas se ocultaron entre las hierbas del solar.

Y las luces continuaron brillando en el vacío y silencioso Laboratorio.