XIX

Probablemente ninguna de las propagandas empleadas por la Casa Holman atrajo tanta atención como el patinador. Día tras día patinaba en su redonda plataforma, y por la noche, su obscura silueta se recortaba sobre el cielo y la gente podía ver que el patinador no descendía. Sin embargo, todos convenían en que durante la noche surgía por el centro de la plataforma un barrote de hierro y el patinador se sujetaba a él por medio de unas correas. Pero el hombre no se sentaba, y a nadie le importaba lo del barrote de hierro. Desde Jamesburg venía la gente para verlo, y por la costa, desde Grimes Point. De Salinas la gente venía en caravanas, y la Unión de Granjeros de aquella ciudad hizo una oferta al patinador para que cuando éste se decidiese a hacer una nueva aparición proporcionase el record mundial a Salinas. Como no había muchos patinadores de esta clase y éste era, sin disputa, el mejor de todos, tenía que batir su propio record.

Holman estaba encantado. Habían realizado una venta blanca, una venta de aluminio y una de vajilla. Multitud de personas estaba en la calle contemplando al hombre en su plataforma.

Al segundo día de su permanencia sobre la plataforma, el patinador anunció que le disparaban con un fusil de aire comprimido.

El departamento de Propaganda comenzó sus investigaciones y localizó al agresor. Era el viejo doctor Merrivale, que, oculto entre las cortinas de su despacho, disparaba con un rifle Daisy. No le denunciaron y él prometió que no volvería a hacerlo. El doctor tenía un grado importante en la Logia Masónica.

Henri, el pintor, continuaba sentado en el surtidor de Red Williams. Buscó todos los medios posibles de abordar filosóficamente la situación, llegando a la conclusión de que tenía que hacer una plataforma y probar él mismo. Todos los habitantes de la ciudad estaban más o menos afectados por el patinador. El comercio languidecía al alejarse de él y mejoraba según iba aproximándose a casa de Holman. Mack y los muchachos fueron a mirar un momento, y luego regresaron al Palace. No comprendían el interés por aquello.

Holman instaló en uno de los escaparates una cama de matrimonio. Cuando el patinador batiera el record mundial, iría a descansar y a dormir en el escaparate sin quitarse siquiera los patines. El nombre del fabricante del colchón se leía en una tarjeta que había al pie de la cama.

En toda la ciudad se discutía el acontecimiento, pero el aspecto más importante y que preocupaba a toda la ciudad no se mencionaba nunca. Nadie hablaba de ello, a pesar de que a todos les obsesionaba. Mrs. Trolat pensaba en ello cuando salía de la Pastelería Escocesa, donde había ido a comprar unos dulces. Mr. Hall, en la tienda de artículos para caballeros, pensaba en ello. Las tres jóvenes Willoughby reían al pensar en ello. Pero nadie tenía el valor de abordar la cuestión públicamente.

Richard Frost, un joven nervioso y brillante, se preocupó más que ningún otro. Aquel pensamiento le obsesionaba. La noche del miércoles la pasó pensando en ello, la del jueves comenzó a agitarse y la del viernes se emborrachó y tuvo una pelea con su esposa. Ella lloró durante un rato y luego fingió que se dormía. Oyó que su marido se deslizaba fuera del lecho y marchaba a la cocina. Iba a beber más. Y luego le oyó vestirse y salir. La mujer volvió a llorar. Era muy tarde. Sin duda su marido se iba al Restaurante de Dora.

Richard descendió pesadamente la colina y llegó a la Avenida del Faro. Dobló hacia la izquierda y se dirigió a la tienda de Holman. Llevaba la botella en el bolsillo, y poco antes de llegar al establecimiento bebió otro trago. Las luces de la calle brillaban débilmente. La ciudad estaba desierta. No se movía un alma. Richard quedóse en la calle y levantó la vista.

Vagamente, al extremo del mástil, veía la silueta del patinador.

Bebió un segundo trago. Hizo con las manos una bocina y gritó roncamente:

—¡Eh! —No hubo respuesta—. ¡Eh! —gritó con más fuerza y miró a su alrededor para ver si los policías salían de su puesto de costumbre.

De las alturas vino una bronca respuesta:

—¿Qué se le ofrece?

Richard volvió a poner las manos a modo de bocina.

—¿Cómo se las arregla para ir al lavabo?

—Tengo una lata aquí arriba —dijo la voz.

Richard volvióse y regresó por donde había venido. Recorrió la Avenida del Faro, subió la colina y penetró en su casa. Mientras se desnudaba advirtió que su esposa estaba despierta. Roncaba un poco cuando dormía.

Richard metióse en el lecho y su esposa le hizo sitio.

—Tiene una lata allá arriba —dijo Richard.