XVIII

El doctor había ido despacio. Era muy tarde cuando se detuvo en Ventura, tan tarde que cuando paró en Carpentaria sólo tomó un sandwich de queso y se fue al lavabo. Además, pensaba comer bien en Los Ángeles, y era ya de noche cuando llegó allí. Se detuvo en un restaurante que conocía y pidió pollo frito, patatas julienne, galletas, miel, un trozo de tarta de pina y queso. Y allí llenó sus termos de café caliente, hizo que le prepararan seis sandwiches de jamón, y compró dos cuartillos de cerveza.

No era agradable conducir de noche. No se ven perros, sólo el camino iluminado por los faros. El doctor se dio prisa. Eran las dos cuando llegó a La Jolla. Atravesó la ciudad y llegó a la orilla del mar. Allí se detuvo, comió un sandwich, bebió un poco de cerveza, apagó las luces y se acurrucó en el asiento para dormir. No necesitaba reloj. Estaba tan acostumbrado a las mareas, que aun dormido percibía cualquier cambio. Se despertó al amanecer, miró a través del parabrisas y vio que el agua se retiraba de las rocas. Bebió un poco de café caliente, comió tres sandwiches y se tomó un cuartillo de cerveza.

La marea se retira imperceptiblemente. Las rocas parecen elevarse y el mar retrocede dejando pequeñas lagunas, mojadas algas, musgo y esponjas de tornasolados colores. En el fondo queda el increíble desecho del mar. Conchas rotas, trozos de esqueletos, garras, cual si el océano fuese un cementerio fantástico sobre el cual luchan y corretean los seres vivos.

El doctor se puso sus botas de goma y su sombrero impermeable. Cogió sus cubos, vasijas y palanca de hierro, se metió los bocadillos en un bolsillo y los termos en otro, y bajó allí donde el mar se retiraba entre las rocas. Comenzó a trabajar en seguida. Movía las rocas con su palanca, metía la mano de vez en cuando y sacaba unos furiosos pulpos jóvenes que enrojecían de rabia y le escupían tinta en la mano. El doctor los colocaba en una vasija llena de agua de mar, donde ya había otros, y generalmente el recién llegado estaba tan furioso que atacaba a sus hermanos.

La caza de aquel día fue buena. Cogió veintidós pulpos jóvenes. Y también consiguió varios centenares de basadas, que puso en un cubo de madera. Al retirarse las aguas, él seguía adelante; mientras tanto, se hizo de día y salió el sol. El espacio descubierto por las aguas se extendía en unas doscientas yardas, hasta llegar a una línea de rocas cubiertas de algas, después de las cuales el terreno descendía. El doctor dirigióse a la barrera. Ya tenía lo que necesitaba, y se dedicaba a mirar bajo las piedras y en el fondo de los charcos. Por fin llegó al lugar donde estaban las algas. Rojas estrellas de mar se amontonaban sobre las rocas, y el mar batía contra la barrera esperando penetrar otra vez. Entre dos rocas, el doctor vio brillar algo blanco que luego fue cubierto por las algas flotantes. Se subió sobre las rocas resbaladizas, se apoyó firmemente, se inclinó y separó las obscuras algas. Entonces se puso rígido. Un rostro de niña lo contemplaba, un rostro pálido y lindo, encuadrado por obscuros cabellos. Tenía abiertos los ojos, firmes los rasgos y el agua hacía ondular sus cabellos. No se veía el cuerpo que se hallaba entre unas grietas. Los labios entreabiertos dejaban ver los dientes, y el rostro tenía una expresión de bienestar y descanso. Sólo estaba cubierto por una delgada capa de agua y el claro cristal lo embellecía. Al doctor le pareció que llevaba muchos minuto mirando, y el rostro se quedó impreso en su cerebro.

Lentamente levantó la mano y dejó que las obscuras algas cubriesen el rostro. El corazón le latía fuertemente y sentía oprimida la garganta. Recogió su cubo y se dirigió hacia la playa.

Pero veía ante sí el rostro de la ahogada. Sentóse sobre la arena seca y se quitó las botas. En la vasija, los pulpos jóvenes estaban acurrucados lo más lejos posible los unos de los otros. En los oídos del doctor sonaba una aguda flauta que tocaba una melodía que nunca pudo recordar, acompañada por un ruido de resaca y un rumor de árboles agitados por el viento. La flauta alcanzaba regiones superiores a la audición e incluso allí penetraba su increíble melodía. Al doctor se le pusso la carne de gallina. Estremecióse y se le humedecieron los ojos como cuando se contempla algo muy hermoso. Los ojos de la niña habían sido grises y claros, y su obscuro cabello le acariciaba el rostro. No podía apartar el recuerdo de su imaginación. El doctor quedóse sentado hasta que el primer remolino saltó sobre las rocas indicando el retorno de la marea; permanecía sentado escuchando aquella música, y las aguas seguían avanzando. La mano del doctor quería marcar el ritmo de la melodía que la terrible flauta tocaba en su cerebro: los ojos eran grises y la boca sonreía con una mueca de éxtasis…

Una voz pareció despertarlo. Había un hombríe junto a él.

—¿Ha estado pescando?

—No, he estado recogiendo animales, mientras el mar se retiraba.

—¿Y qué ha cogido?

—Pulpos jóvenes.

—¿Pulpos? No sabía que hubiese por aquí. He vivido en este lugar toda mi vida.

—Hay que buscarlos —dijo el doctor.

—Diga —preguntó el hombre—, ¿se siente bien? Parece enfermo.

La flauta volvió a sonar y el mar continuó avanzando hacia la playa.

El doctor apartó la música de sí, movió la cabeza, se sacudió el frío de su cuerpo.

—¿Hay por aquí cerca una estación de policía?

—En la ciudad. ¿Qué ocurre?

—Hay un cadáver entre las rocas.

—¿Dónde?

—Allí, metido entre dos rocas. Es una niña.

—¿Sabe? —dijo el hombre—. Dan una recompensa al que descubre un cadáver. No sé cuánto es.

El doctor se levantó y reunió sus utensilios.

—¿Quiere dar usted parte? Yo no me siento bien.

—Le impresionó, ¿verdad? ¿Está descompuesto o podrido?

El doctor se alejó.

—Para usted la recompensa —dijo—. Yo no la quiero.

Dirigióse hacia su coche. En su cerebro resonaban solamente las notas menores de la flauta.