A pesar de su cordialidad y de sus amigos, el doctor era un hombre solitario y aislado. Probablemente, Mack notaba esto más que ningún otro. En medio de un grupo, el doctor parecía estar solo. Cuando brillaban las luces, se corrían las cortinas y sonaba el fonógrafo, Mack, desde el Palace, solía contemplar el Laboratorio. Sabía que el doctor estaba con una mujer, pero consideraba aquello como un indicio de soledad. Incluso estando con una mujer, Mack sentía que el doctor estaba solo. El doctor parecía no dormir. En el Laboratorio, las luces estaban encendidas durante toda la noche, y, durante el día, el doctor seguía levantado. La música sonaba en el Laboratorio a cualquier hora del día o de la noche. A veces, cuando todo estaba a obscuras y parecía que el sueño había llegado al fin, las voces infantiles del coro de la Capilla Sixtina salían a través de las ventanas del Laboratorio.
El doctor tenía que mantener su stock de animales. Tenía que aprovechar las mareas. Las rocas y playas donde hallaba lo que le era necesario. Sabía dónde estaba lo que quería. Todos los artículos de su comercio se hallaban a lo largo de la costa, basadas aquí, pulpos allí. Sabía dónde encontrarlos, pero no podía ir por ellos siempre que los necesitara, pues la naturaleza guardaba sus ejemplares y sólo los soltaba de vez en cuando. El doctor no sólo tenía que conocer las mareas, sino cuándo una baja era particularmente buena en un determinado lugar. Cuando esto ocurría, el doctor metía sus utensilios en el auto, y se iba a la playa o rocas donde encontraría los animales que nesitaba.
Ahora tenía un pedido de pulpos jóvenes, y el lugar más cercano donde podía hallarlos estaba en La Jolla, entre Los Ángeles y San Diego. Esto significaba un viaje de quinientas millas, y su llegada debía coincidir con la retirada de las aguas.
Los pulpos pequeños viven entre los guijarros, incrustados en la arena. Como son jóvenes y tímidos, prefieren un fondo donde haya muchas cuevas, grietas y montones de barro donde puedan ocultarse y escapar a la voracidad de los otros animales, y protegerse contra las olas. Pero en aquel mismo lugar hay millones de basadas. Mientras cumplimentaba su pedido de pulpos, el doctor reponía su stock de basadas.
La marea baja era a las cinco y diecisiete de la mañana del jueves. Si el doctor salía de Monterrey el miércoles por la mañana, podía llegar en el momento oportuno. Se hubiera llevado a alguien que lo acompañase, pero desgraciadamente todos estaban fuera u ocupados. Mack y sus amigos se hallaban en Carmel cazando ranas. Tres muchachas a quienes le hubiera gustado llevar de compañeras estaban empleadas y no podían dejar el trabajo. Henri, el pintor, estaba ocupado, pues Holman, en su propaganda, no había empleado un hombre que se sentase sobre una pértiga, sino un patinador. Al extremo del alto mástil que había sobre la tienda tenía una pequeña plataforma redonda, y sobre ella patinaba el hombre. Había estado allí tres días y tres noches. Iba a establecer un nuevo record de permanencia con patines sobre plataforma. El anterior record había durado ciento veintisiete horas, de modo que tenía bastante tiempo por delante. Henri, el pintor, se había apostado en el surtidor de Red Williams. Henri estaba fascinado. No podía abandonar la ciudad mientras el patinador estuviese en la plataforma. Alegó que el patín sobre mástiles encerraba deducciones filosóficas que ninguno había sacado hasta entonces. Henri sentóse en una silla y se reclinó sobre la celosía que ocultaba la puerta del lavabo para hombres. Mantuvo los ojos fijos en la plataforma y no quiso ir a La Jolla. El doctor tuvo que partir solo, pues la marea no esperaba.
Por la mañana temprano preparó sus cosas. Sus efectos personales los metió en un saquito de mano. En otro saquito llevaba las jeringas y los instrumentos. Después de hacer el equipaje, se arregló la barba obscura, vio si sus plumas estaban en el bolsillo de la chaqueta y el espejo de aumento en su solapa. Guardó las bandejas, vasijas, preservativos, botas de hule y una manta en la parte trasera de su automóvil. Trabajó durante el amanecer, lavó tres platos sucios, sacó a la calle el cubo de basura. Cerró la puerta, pero no con llave, y a las nueve en punto estaba en camino.
El doctor tardaba en ir a un sitio más que las demás personas. No iba de prisa y se detenía frecuentemente para comer salchichas. Cuando subía la Avenida del Faro saludó a un perro que se volvió y le sonrió. En Monterrey, antes de partir, sintió hambre y se detuvo en casa de Hermán para tomar salchichas y cerveza. Mientras comía su sandwich y bebía la cerveza, recordó lo que Blaisedell, el poeta, le había dicho en una ocasión: «Le gusta tanto la cerveza, que creo que un día va a pedir un batido de leche con cerveza». Era una simple broma, pero el doctor mostróse inquieto desde entonces. Se preguntaba a qué sabría un batido de leche con cerveza. Le molestaba la idea, pero no podía desecharla. Volvía siempre que tenía en la mano un vaso de cerveza. ¿Se coagularía la leche? ¿Le añadiría azúcar? Era como un helado de camarones. Cuando una idea ha entrado en la cabeza, es imposible desecharla. Terminó su sandwich y pagó a Hermán. No quiso mirar a las brillantes batidoras. Si un hombre va a pedir un batido de leche con cerveza, es mejor que lo haga en una ciudad en donde no le conozcan. Pero también, ¡un hombre con barba pidiendo un batido de leche con cerveza en una ciudad donde no le conocen!…, podían llamar a la policía. Un hombre con barba es siempre sospechoso. No se puede decir que uno lleva barba porque le gusta. La gente no quiere a los que dicen la verdad. Hay que decir que se tiene una cicatriz y que por eso no se afeita. Una vez, cuando el doctor estaba en la Universidad de Chicago, trabajó mucho y tuvo contrariedades amorosas. Creyó que le convenía darse un largo paseo. Cogió su mochila y atravesó Indiana, Kentucky, Carolina del Norte, Georgia, hasta llegar a Florida. Anduvo entre granjeros y hombres de la montaña, entre pescadores y habitantes de los pantanos. Y todos ellos le preguntaban por qué iba a través de los campos.
Como el doctor amaba la verdad, trató de explicárselo. Les dijo que estaba nervioso y que además quería ver el campo, aspirar el olor de la tierra y mirar el césped, los pájaros y las flores, en una palabra, saborear el campo, y esto únicamente se puede hacer a pie. Pero a la gente no le gustó, porque dijo la verdad. Le miraban con recelo, sacudían la cabeza o reían, como si esto fuese una mentira y calasen al mentiroso. Y algunos, temerosos por sus hijas o sus cerdos, le dijeron que siguiese adelante, que no se detuviera cerca de sus casas, si no quería exponerse a un contratiempo.
Y por ello el doctor dejó de decir la verdad. Dijo que lo hacía por una apuesta: que ganaría cien dólares. Y entonces todos lo quisieron y le creyeron. Le invitaban a comer, le proporcionaban cama y le deseaban buena suerte. El doctor seguía amando la verdad, pero sabía que esto no era general, y podía dar lugar a perturbaciones.
No se detuvo en Salinas para comer salchichas, pero lo hizo en González, en King City y en Paso Robles. Tomó cerveza y salchichas en Santa María —dos, pues desde Santa María hasta Santa Bárbara hay mucho camino—. En Santa Bárbara tomó sopa, ensalada de lechuga y judías verdes, asado y puré de patatas, tarta de pina, queso y café, después de lo cual llenó el depósito de gasolina y fue al lavabo. Mientras examinaba su coche en el surtidor, el doctor se lavó la cara y se peinó la barba; cuando regresó adonde estaba el coche, varios hombres estaban esperando.
—¿Va hacia el Sur, señor?
El doctor viajaba mucho. Ya estaba acostumbrado. Hay que elegir cuidadosamente los compañeros de viaje. Vale más que sea un hombre experimentado, porque entonces guarda silencio; pero los novatos tratan de pagar el viaje haciéndose interesantes. Al doctor no le gustaba esto. Después de decidirse por quién se ha de llevar, hay que protegerse diciendo que no se va muy lejos. Si el hombre molesta, se le puede hacer bajar. Por otra parte, también pueden encontrarse hombres agradables.
El doctor miró a los presentes y se decidió por uno de rostro delgado, con aspecto de vendedor, que llevaba un traje azul. Tenía profundos surcos a los lados de la boca y unos ojos obscuros y pensativos.
El hombre miró al doctor con disgusto.
—¿Va hacia el Sur?
—Sí —dijo el doctor—, pero sólo un trecho.
—¿Le importa llevarme?
—¡Suba! —dijo el doctor.
Pronto llegaron a Ventura; hacía muy poco que el doctor había comido y sólo se detuvo para beber cerveza. El hombre no había despegado los labios. El doctor paró en un establecimiento del camino.
—¿Quiere un vaso de cerveza?
—No —dijo el hombre—. Y no tengo reparo en decirle que no se debe conducir bajo la influencia del alcohol. No me importa lo que puede hacer con su vida, pero en este caso lleva un automóvil y éste puede convertirse en un arma peligrosa si lo conduce un borracho.
Al principio, el doctor habíase alarmado ligeramente.
—Baje del coche —dijo con suavidad.
—¿Cómo?
—Voy a darle un puñetazo en la nariz —dijo el doctor— si no baja del coche antes de que cuente hasta diez: uno, dos…
El hombre abrió la portezuela y salió precipitadamente del coche. Pero desde fuera gritó:
—Voy a buscar un policía. Voy a hacer que le detengan.
El doctor abrió una caja que había sobre el guardabarros y sacó una llave inglesa. El hombre la vio y se alejó precipitadamente.
El doctor marchó furioso al mostrador del establecimiento.
La camarera, una linda rubia, con una ligera señal de paperas, le sonrió:
—¿Qué va a tomar?
—Un batido de leche con cerveza —dijo el doctor.
—¿Qué?
Bien, ya estaba pedido. Daba igual que fuera ahora o un poco más tarde.
La rubia preguntó:
—¿Está bromeando?
El doctor sabía que no podía explicarlo, que no podía decir la verdad.
—Padezco de la vejiga —dijo—. Bipalichetorsonectomía, lo llaman los médicos. Y debo beber un batido de leche con cerveza. Lo manda el médico.
La rubia sonrió tranquilizada.
—¡Oh! Yo creí que se burlaba. Dígame cómo se hace. No sabía que estaba enfermo.
—Muy enfermo —dijo el doctor—, y he de ponerme peor. Ponga un poco de leche y agreguéle media botella de cerveza.
Ponga la otra media en un vaso y démela.
No echó azúcar en el batido. Cuando se lo sirvieron lo probó haciendo una mueca. No era tan malo; sabía a cerveza pasada y leche.
—Debe ser horrible —dijo la rubia.
—No es tan malo, cuando se está acostumbrado a ello —dijo el doctor—. Yo lo llevo bebiendo diecisiete años.