Probablemente, la época de más trabajo para las chicas del Restaurante de Dora fue el mes de marzo, cuando la gran pesca de sardina. No se debió solamente a que el río plateado de las sardinas hiciera que el dinero corriese en abundancia. Un nuevo regimiento se trasladó al presidio, y los soldados nuevos siempre hacen gastos antes de establecerse. Dora estaba falta de gente, pues Eva Flanegan estaba de vacaciones en San Luis, Phyllis Mae se había roto una pierna al salir del barco de cabotaje, en Santa Cruz, y Elsie Doublebottom había hecho una novena y no servía gran cosa para otros asuntos.
Los pescadores, cargados de dinero, entraban y salían durante toda la tarde. Se hacían a la mar al obscurecer y pescaban durante la noche para poder jugar por las tardes. Por la noche, los soldados del nuevo regimiento venían al Restaurante y se sentaban en torno a la gramola, bebiendo Coca-Cola y fijándose en las muchachas para cuando recibiesen su paga. Dora estaba preocupada por los impuestos, pues se hallaba frente al curioso enigma que declaraba ilegal su comercio, pero le hacía pagar un impuesto. Aparte de todo esto, estaban los clientes de todo el año, los trabajadores de los cascajales, los caballistas de los ranchos, los empleados del ferrocarril, que entraban por la puerta principal, y los oficinistas de la ciudad y los negociantes de importancia que entraban por la puerta de atrás y tenían reservados saloncitos de quimón.
Por todas estas razones, aquél fue un mes terrible, y a la mitad de él estalló una epidemia de gripe que se extendió por toda la ciudad. Mrs. Talbot y su hija, que estaban en el San Carlos Hotel, la padecían. La padecía Tom Work. Benjamín Peabody y su familia estaban también enfermos. La excelentísima María Antonia Field cayó enferma también. Toda la familia Gross estaba atacada.
Los médicos de Monterrey —y había muchos que se ocupaban de los casos corrientes, accidentes y neurosis— estaban enloquecidos. Tenían más trabajo del que podían atender, y con clientes que, aunque no pagasen las cuentas, tenían al menos dinero con que pagarlas.
El arrabal conservero, cuyos habitantes eran más fuertes, tardó más en contraer la enfermedad, pero finalmente la padeció también. Las escuelas se cerraron. No había una sola casa donde no hubiera niños calenturientos y padres enfermos. No era una enfermedad mortal, como ocurrió en 1917, pero en los niños tenía la tendencia de atacar al mastoides. Los médicos estaban muy ocupados, y, además, el arrabal conservero no era un cliente de importancia.
El doctor del Laboratorio Biológico de Occidente no tenía derecho a ejercer. Pero no era culpa suya que todos los habitantes del arrabal fuesen a consultarlo. Antes de darse cuenta, se vio corriendo de casucha en casucha, tomando temperaturas, dando medicinas, pidiendo y entregando mantas, e incluso llevando alimentos de una casa a otra, mientras las madres lo miraban con inflamados ojos desde sus lechos dándole las gracias y haciéndolo responsable de la mejoría de sus hijos. Cuando no podía atender a alguno, telefoneaba a un médico local, y éste venía, a veces, cuando lo consideraba de urgencia. Mas para las familias siempre eran casos de urgencia. El doctor no dormía apenas. Se alimentaba con cerveza y sardinas de lata. En casa de Lee Chong, donde fue a comprar cerveza, se encontró con Dora, que iba a buscar un par de tijeras para las uñas.
—Parece agotado —le dijo Dora.
—Lo estoy —dijo el doctor—. No duermo desde hace una semana.
—Lo sé —dijo Dora—. Me dicen que la epidemia es grave.
Y también la época es mala.
—Sin embargo, no ha muerto nadie —dijo el doctor—. Pero hay algunos niños muy enfermos. Los chicos de Ransel tienen todos mastoiditis.
—¿Podría ayudar en algo? —preguntó Dora.
—Bueno, ya ve lo que ocurre. La gente está asustada y falta de ayuda. Los Ransel, por ejemplo, están asustados y tienen miedo de estar solos. Si usted o alguna de las muchachas pudiera acompañarlos…
Dora, a pesar de su suavidad, tenía la dureza del diamante. Regresó al Restaurante y lo organizó todo. Lo pasó mal, pero lo hizo. El cocinero griego hizo un calderón de sopa que siempre mantenía lleno.
Las muchachas trataban de atender el negocio, pero iban a velar a las casas y llevaban cacharros llenos de sopa. Al doctor lo llamaban constantemente. Dora lo consultaba y enviaba a las chicas donde el doctor indicaba. Y durante todo aquello, el negocio del Restaurante iba en aumento. La gramola jamás dejaba de tocar. Los pescadores y los soldados se turnaban. Y las muchachas atendían su trabajo y llevaban la sopa cuando iban a velar a casa de Ransel, McCarty y Ferrias. Las muchachas se escurrían por la puerta de atrás. A veces, cuando velaban a los niños dormidos, se echaban a dormir en sus sillas. No usaban maquillaje. No lo necesitaban. La misma Dora dijo que si hubiese querido, hubiera podido emplear a las ancianas del asilo. Fue la época de más trabajo que recuerdan las muchachas del Restaurante. Todas se alegraron cuando terminó.