XV

Cuando los muchachos llegaron a la granja, Mack estaba en la cocina. La perra pointer se hallaba echada y Mack mantenía sobre la mordedura de las garrapatas una toalla impregnada en sulfato de magnesia. Entre las patas de la perra se afanaban lo rollizos cachorros que iban en busca de leche, y la perra miraba pacientemente a Mack y parecía decirle: «Ya ves de qué se trata; yo bien quiero hacérselo comprender, pero él no me entiende».

El capitán sostenía una lámpara y contemplaba a Mack.

—Me alegro de saberlo —dijo.

—No quiero darle lecciones, señor —dijo Mack—, pero hay que destetar a los cachorros. La perra tiene poca leche y sus hijos la están devorando.

—Lo sé —dijo el capitán—, creo que debería haberlos ahogado a todos, menos a uno. ¡Pero he tenido tanto que hacer! A la gente no le interesan estos perros. Prefiere los perros de lanas, los boxer y los Doberman.

—Ya sé —dijo Mack—, y sin embargo no hay perro como el pointer. Ya sé lo que le ocurre a la gente. Pero no va a ahogar a los perros, ¿verdad?

—Bien —dijo el capitán—, desde que mi esposa se ha metido en política me estoy volviendo loco. La eligieron por este distrito, y cuando no hay sesión está pronunciando discursos. Y cuando se halla en casa no hace más que estudiar y redactar proyectos de ley.

—Qué desagradable debe ser (me refiero a la soledad) —dijo Mack—. Si yo tuviera un cachorro como éste —y cogió a uno de ellos—, en tres años lo convertiría en un magnífico perro de caza. Tomaría una perra.

—¿Quiere uno de éstos? —le preguntó el capitán.

Mack levantó la cabeza.

—¿Quiere decir que va a regalarme uno?

—Pues claro que sí. Elija el que quiera —dijo el capitán—; a estos perros nadie los quiere ahora.

Los muchachos, de pie en la cocina, cambiaron impresiones. Era indudable que la mujer no cuidaba de la casa: las latas abiertas, la sartén con restos de huevos fritos, las migas sobre la mesa de la cocina, los cartuchos de escopeta que había sobre la cesta del pan, todo indicaba la ausencia de la mujer, mientras que las cortinas blancas, los papeles que cubrían las estanterías, y las toallas que había junto al fogón, decían que había habido una Mujer. Los muchachos se alegraron inconscientemente de que la esposa no estuviera. Las mujeres que ponen papeles en las estanterías y emplean toallas, suelen llevarse mal con Mack y sus compañeros. Dichas mujeres saben que ellos son los peores enemigos de un hogar, pues consideran la quietud, meditación y compañerismo como incompatibles con el orden, la pulcritud y la limpieza. Los muchachos se alegraban de que la mujer no estuviese en casa.

Entonces el capitán pareció darse cuenta de que le estaban haciendo un favor. No permitió que se marchasen, y les dijo con tono de vacilación:

—Me figuro que querréis algo que os caliente antes de ir por las ranas.

Los muchachos miraron a Mack. Este fruncía el entrecejo como si estuviera meditando el asunto.

—Cuando realizamos un trabajo científico, tenemos por costumbre no tomar nada —dijo Mack, y en seguida, rápidamente, como si hubiera ido demasiado lejos, agregó—: Pero viendo lo amable que ha sido con nosotros… bueno, no me importará tomar una copa. No sé lo que pensarán los muchachos.

A los muchachos tampoco les importaba tomar una copa. El capitán cogió una linterna y bajó al sótano. Lo oyeron remover maderos y cajas y al poco rato volvió trayendo un pequeño barril de roble que colocó sobre la mesa de un modo descuidado.

—Durante la Prohibición —dijo—, conseguí whisky de maíz y lo oculté. Ahora no sé cómo estará. Es bastante añejo. Casi lo había olvidado. Saben…, mi mujer —y se detuvo allí al ver que comprendían.

El capitán quitó el tapón del barril y tomó vasos de la estantería adornada con papeles. Es una cosa difícil verter poco líquido de un barril de cinco galones. Cada uno recibió más de medio vaso de licor. Esperaron ceremoniosamente al capitán y luego dijeron:

—¡Arriba!

Y bebieron. Chasquearon la lengua, se lamieron los labios, sus ojos adquirieron una mirada abstraída.

Mack miró su vaso vacío como si en el fondo hubiera escrito algún sagrado mensaje. Y luego alzó la vista.

—Es estupendo —dijo—. Esto no se embotella. —Aspiró profundamente; luego prosiguió—: Creo que no he probado nunca nada tan bueno.

El capitán pareció complacido. Volvió la vista al barril.

—Sí, es bueno. ¿Le parece bien que tomemos un poco más?

Mack miró otra vez a su vaso.

—Está bien. Pero ¿no sería mejor echarlo en un jarro? De este modo puede derramarse.

Dos horas más tarde recordaron a qué habían venido.

El estanque de las ranas era cuadrado: cincuenta pies de ancho por setenta de largo y cuatro de profundidad. Lozano césped crecía en sus bordes; una pequeña zanja llevaba hasta él el agua del río, y otras más pequeñas llevaban al huerto el agua del estanque. En el estanque había miles de ranas. Su croar rasgaba la calma de la noche. Las ranas cantaban a las estrellas, a la luna menguante, al ondulante césped. Entonaban cantos de amor y se cruzaban desafíos. Los hombres, protegidos por la obscuridad, avanzaron hacia el estanque. El capitán llevaba un jarro casi lleno de whisky y cada hombre tenía un vaso. El capitán les había proporcionado linternas. Hughie y Jones llevaban unos sacos. Cuando estuvieron cerca, las ranas los oyeron venir. Todo quedó repentinamente silencioso. Mack y los muchachos se sentaron en la hierba para beber otro vaso y para trazar su plan de campaña. Y el plan era audaz.

Durante los milenios en que hombres y ranas vivían casi en las mismas circunstancias, es probable que los hombres cazaran ranas. Y desde entonces se ha desarrollado un plan de ataque: el hombre, armado de red, arco, lanza o rifle, se desliza silenciosamente, a su parecer, hacia la rana. Las reglas requieren que la rana permanezca inmóvil y espere el último segundo: cuando la red desciende, cuando la lanza está en el aire, cuando el dedo oprime el gatillo, y entonces salta, se zambulle en el agua, nada hasta el fondo y espera allí hasta que el hombre se marcha. Éste es el modo de hacerlo, el modo como se ha hecho siempre. Las ranas tienen derecho a esperar que siempre suceda así. De vez en cuando la red es demasiado rápida, la lanza traspasa, el rifle dispara y la rana perece, pero todo ello es justo y de acuerdo con las reglas. Las ranas no se quejan. Pero ¿cómo habían de prever el nuevo método de Mack? ¿Cómo habían de imaginarse el terror que sobrevino: las repentinas luces, los gritos de los hombres, los pasos precipitados? Todas las ranas saltaron, se zambulleron en el agua y nadaron hasta el fondo. Entonces los hombres saltaron al estanque y comenzaron a moverse en todas direcciones. Histéricamente, las ranas salieron de sus plácidos refugios y nadaron huyendo de los terribles pies, pero los pies las perseguían. Las ranas nadan bien, pero no tienen mucha resistencia. Llegaron hasta el final del estanque y se amontonaron junto al borde. Y los pies las siguieron hasta allí.

Unas cuantas ranas perdieron la cabeza, vacilaron entre los pies y se salvaron. Pero la mayoría decidió abandonar para siempre el estanque, buscar un nuevo hogar, un nuevo país donde no ocurrieran estas cosas. Una ola de ranas frenéticas, grandes y pequeñas, verdes, obscuras, machos y hembras, una ola de ranas saltó el borde del estanque y llegó al césped, unidas las unas a las otras, las pequeñas montadas sobre las grandes. Y entonces —¡horror tras horror!— las linternas las descubrieron. Dos hombres las cogieron como si fuesen fresas. Los hombres salieron del estanque y cercaron su retaguardia. Los sacos se llenaron de ranas cansadas, aterradas, desilusionadas, chorreantes. Algunas consiguieron huir, claro está, y algunas quedaron en el estanque. Pero jamás en la historia de las ranas tuvo lugar una catástrofe parecida. No las contaron, pero debía de haber seiscientas o setecientas. Luego, Mack cerró alegremente los sacos. Estaban empapados y el aire era frío. Tomaron un vasito en el césped, antes de regresar, para no pillar un resfriado.

No se sabe si el capitán se había divertido nunca tanto como aquella vez. Estaba agradecido a Mack y a los muchachos. Luego, cuando las cortinas se incendiaron y el fuego se apagó con las toallas, les dijo a los muchachos que no se preocuparan. Consideraría un honor que quemasen la casa, si ello les divertía.

—¡Mi esposa es una mujer maravillosa! —exclamó—. ¡Una mujer maravillosa! Debiera haber sido hombre. Si hubiera sido hombre, yo no me hubiera casado con ella.

Rióse mucho con esto, lo repitió tres o cuatro veces y resolvió contárselo a otras personas. Llenó un jarro de whisky y se lo entregó a Mack. Quería irse a vivir con ellos al Palace. Decidió que su mujer simpatizaría con Mack y sus amigos en cuanto los conociera. Finalmente echóse a dormir en el suelo con la cabeza entre los cachorros. Mack y los muchachos se sirvieron otro vaso y lo contemplaron seriamente.

Mack dijo:

—Me dio este jarro de whisky, ¿verdad? ¿Lo oísteis?

—Cierto —dijo Eddie—, yo lo oí.

—Y me regaló un cachorro.

—Cierto, el que quisieras. Todos lo oímos. ¿Por qué?

—Nunca me he aprovechado y no voy a empezar ahora —dijo Mack—. Tenemos que marcharnos de aquí. Cuando se despierte va a enfadarse y a echarnos la culpa. No quiero que estemos aquí.

Mack miró las abrasadas cortinas, el suelo lleno de whisky y de basura de los cachorros, la grasa de tocino que se coagulaba en el fogón. Fue adonde estaban los cachorros, los examinó cuidadosamente, les miró los ojos y las mandíbulas y eligió una linda perra moteada, con nariz color de hígado y ojos de un dorado obscuro.

—Vamos, Darling —dijo.

Apagaron la lámpara por miedo a un incendio. Amanecía cuando dejaron la casa.

—Creo que nunca he hecho una excursión tan buena —dijo Mack—; pero me estremezco al pensar lo que ocurrirá cuando venga la mujer. —El cachorro gemía y Mack se lo metió debajo de la chaqueta—. Él es un buen hombre cuando se encuentra a gusto. —Marchó hacia el lugar donde habían dejado el Ford—. No debemos olvidar que esto lo hacemos por el doctor —dijo—; y según se están poniendo las cosas, me parece que el doctor tiene mucha suerte.