XIII

Mack y los muchachos durmieron apaciblemente en el pinar, poco antes del alba, Eddie regresó. Había tenido que ir muy lejos antes de encontrar un Ford modelo T. Y cuando lo encontró pensó en si sería una buena idea quitar la aguja de su sitio. Quizá no ajustara bien. Por lo tanto se llevó todo el carburador. Los muchachos no se despertaron cuando Eddie volvió. Eddie se echó al lado de ellos y durmió bajo los pinos. El Ford modelo T tiene muchas ventajas. Sus piezas no sólo son intercambiables, sino que además son inindentificables. Desde la cuesta se disfrutaba de una vista hermosa: la bahía con las olas que se rompían sobre la arena, las dunas que rodeaban Seaside y, al pie de la colina, la intimidad cordial de la ciudad.

Mack se levantó cuando amanecía y se ajustó los pantalones. Veía a los hombres que llevaban las redes de pescar. Un coche tanque tomaba aceite en Seaside. Detrás de Mack, los conejos se agitaban entre los matorrales. Luego salió el sol, que sacudió el frío de la noche como se sacude una alfombra. Al sentir el calor del sol, Mack se estremeció.

Los muchachos comieron un poco de pan mientras Eddie ponía el nuevo carburador. Cuando Eddie hubo terminado empujaron al Ford en dirección al camino. Subieron, y Eddie los llevó hasta la cima del monte y luego siguió adelante pasando ante los campos de Hatton. En el valle del Carmen las alcachofas tenían un color verde grisáceo y los sauces se alineaban lozanos junto al río. La suerte les sonrió desde el primer momento.

Un polvoriento gallo rojo, que se había alejado de su granja, cruzó la carretera, y Eddie, sin marchar con demasiada rapidez, lo rozó y lo lanzó fuera del camino. Hazel, que iba sentado en la parte trasera del camión, se apoderó del gallo, dejando escapar algunas de sus plumas, lo que constituyó la prueba más difundida que se recuerda, pues soplaba la brisa del lado de Jamesburg y algunas de las plumas del gallo fueron a parar a Punta Lobos y otras cayeron en el mar.

El río de Carmen es encantador. No es muy largo, pero durante su curso tiene todo lo que un río debe tener. Nace en las montañas y desciende durante un trecho, discurre entre bancos de arena, una presa lo transforma en lago, salta sobre la presa, bulle entre cantos rodados, se desliza perezosamente bajo los sicómoros, forma embalses donde viven truchas y lame orillas pobladas por cangrejos.

Durante el invierno se transforma en torrente, y en el verano es un lugar donde los niños pueden jugar y donde penetran los pescadores.

Las ranas parpadean en sus orillas y junto a él crecen los helechos. Los gamos y los zorros van a beber al río por la mañana y por la noche, y de vez en cuando un león de las montañas se acurruca en sus riberas y hunde la lengua en sus aguas. Las granjas de los ricos se extienden hasta el río y emplean su agua para el huerto. La codorniz reclama junto a él y las palomas torcaces vienen al anochecer. Los coatíes recorren sus riberas en busca de ranas. El río de Carmen tiene todo cuanto un río debe tener.

Pocas millas más arriba, el río pasa bajo unas rocas de las que penden helechos y vides. Al pie de las rocas hay una laguna verde y profunda, y al otro lado de ella, un lugar arenoso, bueno para sentarse y hacer la comida.

Mack y los muchachos se dirigieron a aquel lugar. Era perfecto. De haber ranas, allí las encontrarían. Era un lugar par descansar, para ser feliz. Durante el viaje se habían aprovisionado. Además del gallo rojo tenían un saco de zanahorias caído de un camión de verduras y media docena de cebollas que no se habían caído. Mack llevaba en su bolsillo un paquete de café. En el camión había una lata de cinco galones que tenía cortada la parte de arriba. El jarro de Eddie estaba lleno hasta la mitad. También habían traído sal y pimienta. Mack y los muchachos pensaban que quienes viajaban sin sal, pimienta ni café eran unos necios.

Sin esfuerzo ni confusión, colocaron cuatro piedras en la pequeña playa. El gallo, que aquel día había saludado la salida del sol, yacía desmembrado y limpio en la lata de cinco galones que estaba llena de agua en la que flotaban las cebollas, mientras un fuego de leña de sauces secos chisporroteaba entre las piedras, un fuego muy pequeño. Sólo los tontos encienden grandes hogueras. El gallo tardaría mucho en estar a punto, porque era bastante viejo. Pero en cuanto el agua comenzó a hervir en torno de él, exhaló un perfume delicioso.

Mack los aleccionó.

—Por la noche es cuando va mejor para coger ranas —dijo—, por lo tanto, vamos a echarnos hasta que obscurezca.

Sentáronse a la sombra y, gradualmente, uno por uno, se tendieron en el suelo y durmieron.

Mack tenía razón. Las ranas no suelen salir durante el día; se ocultan entre los helechos y miran a través de las hendiduras de las rocas. Las ranas se cazan con una linterna durante la noche.

Los hombres dormían sabiendo que aquélla iba a ser una noche agitada. Sólo Hazel estaba despierto para mantener vivo el fuego que ardía bajo la lata donde se cocía el gallo.

Junto a las rocas no hay tardes doradas. Cuando el sol se elevó sobre el lugar, a eso de las dos, la playita se cubrió de sombra. Los sicómoros temblaban agitados por la brisa de la tarde. Pequeñas serpientes acuáticas salían de entre las rocas y nadaban por la laguna levantando la cabeza cual si fuera un periscopio y dejando tras de sí una ligera estela. Una gruesa trucha saltó en el agua.

Los mosquitos que huyen del sol salieron y zumbaron sobre la laguna. Y todos los insectos amigos del sol, las moscas, las avispas, los avispones, las libélulas, se fueron a sus guaridas. Y en cuanto la playa quedó en sombras, la primera codorniz dejó oír su reclamo.

Mack y los muchachos se despertaron. El olor del gallo era sobremanera apetitoso. Hazel había cogido una hoja de un laurel que estaba junto al río y la había echado en el caldo. Las zanahorias también se estaban cociendo. El café se hacía en un lugar aparte, bastante alejado de la llama para que no hirviese con demasiada fuerza. Mack despertóse, se estiró, fue a la laguna, se lavó la cara, tosió, escupió y se sentó junto al fuego:

—¡Cielos, qué bien huele esto! —dijo.

Los demás hombres, cuando se levantaron, hicieron lo mismo que Mack. En cuanto todos estuvieron alrededor del fuego y hubieron cumplimentado a Hazel, éste hundió el cuchillo en la carne del gallo.

—No va a estar lo que se dice tierno —dijo Hazel—. Tendría que hervir durante dos semanas para ponerse blando. ¿Qué tiempo crees que tenía, Mack?

—Tengo cuarenta y ocho años y no estoy tan duro como él —dijo Mack.

—¿Hasta qué edad puede llegar un gallo si no se le mata ni se pone enfermo? —preguntó Eddie.

—Ésa es una cosa que nadie puede averiguar —dijo Jones.

Era un momento feliz. Bebieron un jarro y se calentaron.

—Eddie, esto no es una queja —dijo Jones—. Pero estaba pensando. ¿Y si trajeses del bar dos o tres jarros? En uno echabas el whisky, en el otro vino y en otro la cerveza…

Un silencio de asombro siguió a esta sugerencia.

—No es que me queje —volvió a decir Jones rápidamente—. Me gusta así… —Jones hablaba demasiado, pues se daba cuenta de que había cometido una incorrección y no podía repararla—. Lo que me gusta de esto es que uno no sabe los efectos —dijo con precipitación—. Si se toma whisky, ya se conoce lo que es. A unos les da por pelear y a otros por llorar —dijo con magnanimidad—, pero con esto no se sabe si uno va a subirse a un pino o a irse nadando hasta Santa Cruz. Es más divertido de este modo —terminó débilmente.

—Hablando de nadar —dijo Mack para cortar aquella conversación—. ¿Qué le pasaría a McKinley Moran? ¿Recordáis, aquél que nada bajo el agua?

—Lo recuerdo —dijo Hughie—. Hemos estado muchas veces juntos. No tenía trabajo y se dio a la bebida. Nadar bajo el agua y beber es demasiado fuerte. Luego vinieron las preocupaciones. Por fin vendió su equipo, se emborrachó y dejó la ciudad.

No sé adonde fue. No estaba bien desde que salvó a aquel hombre que se hundió con el ancla. McKinley se estropeó el tímpano, y después de aquello no volvió a estar bien. —Mack bebió otra vez del jarro—. Solía hacer bastante dinero durante la Prohibición —dijo—. El Gobierno le daba veinticinco dólares diarios por nadar hasta el fondo en busca de licores, y Louie le daba tres dólares por caja que no entraba. Sacaba una caja por día para tener contento al Gobierno. A Louie no le importaba eso. De ese modo no empleaban a otros buceadores. McKinley hizo mucho dinero.

—Cierto —dijo Hughie—, pero McKinley es como todos los demás, en cuanto tuvo dinero quiso casarse. Se casó tres veces antes de que se le agotase el dinero. Yo lo sabía. Compró un zorro plateado, y zas, ¡a casarse en seguida!

—¿Qué le habrá pasado a Gay? —preguntó Eddie. Era la primera vez que hablaban de él.

—Cualquier cosa —dijo Mack—; no se puede confiar en los casados. Por mucho que les molesten las esposas, siempre vuelven a ellas. Se ponen a pensar y vuelven a casa. No se puede confiar en ellos. Mirad a Gay, por ejemplo: su mujer le pega, pero os aseguro que en cuanto lleve tres días separado de ella, pensará que él es quien tiene la culpa y regresará a su hogar.

Comieron larga y delicadamente, cortando en trozos el gallo, dejando que se enfriasen los pedazos y luego royendo hasta el hueso la carne dura. Colocaron las zanahorias sobre las hojas de los sauces y bebieron el caldo que había en la lata. Y en torno de ellos, como una música, avanzaba la noche. Las codornices comenzaron a llamarse. Las truchas saltaron en el agua, y las mariposas vinieron y revolotearon sobre la superficie. Los muchachos tomaron el café. Habían comido y se hallaban reconfortados y silenciosos. Finalmente, dijo Mack:

—¡Cielos, cómo odio a los mentirosos!

—¿Quién te ha mentido? —preguntó Eddie.

—Oh, no me importan los que dicen mentiras para salir del paso o para animar la conversación, pero odio a los hombres que se engañan a sí mismos.

—¿Y quién ha hecho eso? —preguntó Eddie.

—Yo —dijo Mack—, y quizá vosotros también. Hemos pensado en darle una fiesta al doctor, y para ello hemos venido hasta aquí y nos hemos divertido. Y cuando volvamos, el doctor nos pagará. Somos cinco y beberemos cinco veces más que el doctor. Y no estoy seguro de que lo hagamos por el doctor. Quizá lo estamos haciendo por nosotros. Y el doctor no merece que le hagamos esto. El doctor es el mejor hombre que conozco. No me gustaría aprovecharme de él. Ya sabéis que una vez le conté una historia para sacarle un dólar. Cuando estaba a la mitad me di cuenta de que él veía que era mentira, y le dije: «Doctor, todo esto es mentira», y él se metió la mano en el bolsillo y me dio un dólar. «Mack —dijo—, sé que el hombre que miente para conseguir un dólar es porque realmente lo necesita». Yo le devolví el dinero al día siguiente. No me lo gasté. Me quedé con él durante la noche y se lo devolví por la mañana.

—Al doctor le gustan mucho las fiestas —dijo Hazel—. Tenemos que dársela. ¿Es que hay algún inconveniente?

—No lo sé —dijo Mack—. Me gustaría hacer algo donde nosotros no recibiéramos la mayor parte del beneficio.

—¿Y si le hiciéramos un regalo? —sugirió Hughie—. ¿Y si comprásemos el whisky y se lo diéramos para que hiciese con él lo que quisiera?

—Tienes razón —dijo Mack—. Eso es lo que vamos a hacer. Darle el whisky y marcharnos.

—Ya sabéis lo que va a pasar —dijo Eddie—. Henri y los amigos de Carmel olerán el whisky, y en vez de nosotros cinco habrá veinte. El doctor me dijo una vez que cuando freía un bisté se olía desde el arrabal hasta la Punta Sur. No veo la ventaja. Mejor será que le demos nosotros la fiesta.

Mack consideró este razonamiento.

—Quizá tengas razón —dijo por fin—. Pero… ¿y si le regalásemos otra cosa que no fuera whisky? Por ejemplo, un par de gemelos con sus iniciales.

—¡Oh, no! —exclamó Hazel—. Al doctor no le gustan esas cosas.

Había cerrado la noche y las estrellas brillaban en el cielo. Hazel avivó el fuego y las llamas iluminaron la pequeña playa. En la colina se oía a un zorro que lanzaba ladridos agudos. De las montañas venía un perfume de salvia. El agua cantaba entre las piedras al deslizarse fuera de la laguna.

Mack consideraba la última sugerencia, cuando un ruido de pasos le hizo volverse. Un hombre alto y moreno avanzaba hacia ellos; llevaba al hombro una escopeta y tras él trotaba un pointer.

—¿Qué estáis haciendo aquí? —preguntó.

—Nada —dijo Mack.

—¿No habéis leído los avisos? No se permite pescar, cazar, encender hogueras ni acampar. Tenéis que recogerlo todo, apagar el fuego y marcharos.

Mack se levantó humildemente.

—No lo sabía, capitán —dijo—, no hemos visto los avisos.

—Los hay por todas partes. Tenéis que haberlos visto.

—Mire, capitán, hemos cometido un error y lo sentimos —dijo Mack. Hizo una pausa y miró fijamente a su encorvado interlocutor—: Es usted militar, ¿no es cierto, señor? Los militares ponen los hombros de modo diferente a las demás personas. Yo estuve en el ejército y puedo decirlo.

Imperceptiblemente, el hombre enderezó sus hombros.

—No permito que se enciendan hogueras —dijo.

—Lo sentimos mucho, capitán. Vamos a apagarla ahora mismo. Sabe, trabajamos para un científico, íbamos a cazar ranas. Son para hacer experimentos sobre el cáncer y nosotros tratábamos de ayudar.

El hombre dudó un momento.

—¿Y qué es lo que hacen con las ranas? —preguntó.

—Les inoculan el cáncer y luego hacen estudios y experimentos, mas para ello necesitan muchas ranas. Si no quiere que estemos aquí, capitán, nos marcharemos al momento. Nunca habríamos acampado aquí si lo hubiéramos sabido. —De repente, Mack se fijó en el pointer como si lo viera por vez primera—. ¡Qué magnífica perra! —dijo con entusiasmo—. Se parece a Nola, la que ganó el año último el premio Virginia. ¿Es también de Virginia esta perra, capitán?

El capitán dudó un momento y luego mintió:

—Sí —dijo brevemente—. Está coja. Tiene garrapatas en el brazuelo derecho.

—¿Le importa que la examine, capitán? —dijo Mack solícitamente—. Ven acá, amiguita, ven acá. —La perra miró a su amo y luego se acercó a Mack—. Enciende unas ramitas para que pueda ver —le dijo Mack a Hazel.

—Está en la parte de arriba, donde no se puede lamer —dijo el capitán, y se inclinó para mirar sobre el hombro de Mack.

Mack extrajo un poco de pus de la herida que había en la pata del animal:

—Una vez tuve un perro con una cosa semejante, pero le metió adentro y le produjo la muerte. Acaba de tener cachorros, ¿verdad?

—Sí —dijo el capitán—, le he puesto yodo en la pata.

—No —dijo Mack—, eso no sirve. ¿Tiene en casa un poco de sulfato de magnesia?

—Sí.

—Tiene que hacer con ello una cataplasma caliente y ponérsela en la herida. La perra está débil a causa de los cachorros.

Es una pena que se ponga enferma ahora. Perdería también los cachorros.

La perra miró fijamente a Mack y luego se lamió la pata.

—Mire, capitán, yo mismo voy a curársela. La magnesia le vendrá muy bien. Es lo mejor que hay.

El capitán acarició la cabeza de la perra.

—¿Sabe? Al lado de mi casa hay un estanque lleno de ranas, que no me dejan dormir por las noches. ¿Por qué no van allí? Las ranas croan toda la noche. Me gustaría mucho verme libre de ellas.

—Es usted muy amable —dijo Mack—, la ciencia se lo agradecerá. Pero me gustaría poder curar a la perra. —Se volvió a los demás—. Apagad el fuego. Aseguraos de que no quede una sola chispa y dejadlo todo limpio. No queremos dejar mal las cosas. Yo y el capitán vamos a curar a Nola. Vosotros vendréis cuando hayáis acabado de limpiarlo todo.

Mack y el capitán se fueron juntos. Hazel echó arena sobre el fuego.

—Creo que si Mack quisiera podría ser presidente de los Estados Unidos —dijo.

—¿Y para qué iba a quererlo? —preguntó Jones—. No debe ser nada divertido.