XII

Monterrey es una ciudad de larga y brillante tradición literaria. Recuerda con orgullo y placer que Robert Stevenson vivió allí. La Isla del Tesoro tiene sin duda la topografía y trazado costero de Punta Lobos. Más recientemente ha habido en Carmel otros literatos, pero sin el antiguo perfume, la antigua dignidad de la bellas letras. Una vez la ciudad se escandalizó grandemente con algo que los ciudadanos consideraron ultrajante para un autor. Fue con motivo de la muerte de Josh Billings, el gran humorista.

Donde está ahora el nuevo edificio de Correos había una quebrada profunda por la que corría el agua, y un pequeño puente sobre ella. En uno de los lados de la quebrada había un viejo edificio, el «Adobe Bar», y en el otro lado la casa del médico que atendía todas las enfermedades, los nacimientos y las muertes de la ciudad. El médico hacía experimentos con animales y como había estudiado en Francia, solía embalsamar los cadáveres antes de que los enterrasen. Algunas personas consideraban esto sentimental, otras como un derroche, y otras como un sacrilegio, ya que los libros sagrados no hacían indicación alguna respecto a ello. Pero las familias mejores y más ricas empezaban a adoptar la costumbre que iba camino de convertirse en moda.

Una mañana, el viejo Mr. Carriaga se dirigía desde su casa situada en la colina a la calle de Alvarado. Cruzaba el puente cuando atrajo su atención un niño y un perro que salían de la quebrada. El niño llevaba un hígado, y el perro una madeja de intestinos, al extremo de los cuales se balanceaba un estómago. Mr. Carriaga se detuvo y abordó cortésmente al niño:

—Buenos días.

En aquel tiempo los niños eran bien educados.

—Buenos días, señor.

—¿Adónde vas con ese hígado?

—Voy a ver si pesco caballa.

Mr. Carriaga sonrió.

—Y el perro, ¿va también a pescar?

—El perro ha encontrado eso, es suyo. Los dos lo hemos hallado en la quebrada.

Mr. Carriaga sonrió y siguió su camino, pero su mente comenzó a trabajar. No era el hígado de un buey: era demasiado Pequeño. No era el hígado de una ternera: era demasiado rojo. Tampoco era un hígado de oveja. Su espíritu estaba alerta. En la esquina se encontró con Mr. Ryan.

—¿Murió alguien en Monterrey la última noche? —preguntó.

—No, que yo sepa —dijo Ryan.

—¿No mataron a nadie?

—No.

Siguieron andando juntos y Mr. Carriaga le habló del niño y el perro. En el «Adobe Bar» se reunían varios ciudadanos para cambiar sus impresiones matinales. Allí Mr. Carriaga contó otra vez la historia, y apenas había terminado cuando el alguacil penetró en el «Adobe». Él tenía que saber si había muerto alguien.

—No ha muerto nadie en Monterrey —dijo el alguacil—. Pero fuera de Monterrey, en el Hotel del Monte, ha muerto Josh Billings.

Los hombres del bar quedaron silenciosos. Y el mismo pensamiento cruzó todas las mentes. Josh Billings era un gran hombre, un gran escritor. Había honrado a Monterrey yendo a morir allí, y lo habían deshonrado. Sin gran discusión formóse una comisión compuesta por todos los que allí se encontraban. Los hombres atravesaron el puente y llamaron a la puerta de la casa del doctor que había estudiado en Francia.

El doctor había estado trabajando hasta muy tarde. Las llamadas lo hicieron saltar de la cama, y, con el cabello revuelto y en camisa de dormir, fue a abrir la puerta. Mr. Carriaga se dirigió a él diciendo con severidad:

—¿Embalsamó usted a Josh Billings?

—Sí, ¿por qué?

—¿Y qué ha hecho con sus tripas?

—Pues las tiré a la quebrada como hago siempre.

Los dignos ciudadanos le obligaron a vestirse rápidamente, y todos corrieron a la playa. Si el niño hubiera sido más rápido nada habrían podido hacer. Se estaba metiendo en el bote cuando llegó la comisión. El intestino estaba en la arena, donde el perro lo había dejado.

Entonces el médico francés tuvo que reunido todo. Le obligaron a lavar cuidadosamente todas las partes y a quitar cual arena le fue posible. El mismo doctor tuvo que atender al importe de la caja de plomo de Josh Billings, pues Monterrey no es una ciudad que permite que se deshonre a un literato.