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Frankie comenzó a ir al Laboratorio cuando tenía once años. Durante una semana quedóse junto a la puerta del sótano contemplando lo que había dentro. Pero un día pasó de la puerta. A los diez días estaba en el sótano. Frankie tenía grandes ojos y su cabello era una obscura y sucia maraña. Llevaba las manos sin lavar. Frankie recogió un poco de serrín y lo puso en el cesto de la basura, luego miró al doctor que ponía etiquetas a unos recipientes que contenían velella. Finalmente, Frankie acercóse al banco de trabajo y puso en él sus sucios dedos. Frankie tardó tres semanas en llegar allí, y siempre estaba dispuesto a salir corriendo.

Un día el doctor le habló.

—¿Cómo te llamas?

—Frankie.

—¿Dónde vives?

—Allí —y con un gesto indicó la colina.

—¿Cómo no estás en la escuela?

—Yo no voy a la escuela.

—¿Porqué?

—No me quieren allí.

—Tienes las manos sucias. ¿No te lavas nunca?

Frankie corrió a la pila y se lavó las manos; desde entonces se las lavaba casi todos los días.

Y todos los días venía al Laboratorio. Era una compañía silenciosa.

El doctor, por una llamada telefónica, supo que era cierto lo que Frankie decía. No lo querían en la escuela. No aprendía y tenía defectos de coordinación. No había lugar para él. No era un idiota, no era peligroso: sus padres no pagaban para que lo tuviesen en una institución.

Frankie no solía dormir en el Laboratorio, pero pasaba allí los días. Y a veces dormía en el canasto del serrín. Esto ocurría probablemente durante las crisis de su hogar. El doctor le preguntó:

—¿Por qué vienes aquí?

—Usted no me pega ni me da cinco centavos.

—¿Te pegan en tu casa?

—En casa hay siempre tíos. Algunos me pegan y me dicen que me vaya, pero otros me dan cinco centavos y me dicen lo mismo.

—¿Dónde está tu padre?

—Muerto —dijo vagamente Frankie.

—¿Dónde está tu madre?

—Con los tíos.

El doctor cortó el cabello de Frankie y le quitó los piojos. En casa de Lee Chong compró unos pantalones y un jersey listado, y Frankie se convirtió en esclavo suyo.

—Te quiero —le dijo un día—, te quiero.

Quiso trabajar en el laboratorio. Barría todos los días, pero nunca dejaba el suelo completamente limpio. Trataba de clasificar los cangrejos atendiendo a su tamaño. Estaba todos juntos en un cubo. Había que agruparlos en grandes cacerolas, primero los de tres pulgadas, luego los de cuatro, etc. Frankie quiso hacerlo y su frente se llenó de sudor, pero no consiguió su propósito. No tenía idea de los tamaños.

—No —le decía el doctor—. Mira, Frankie, ponlos al lado de tu dedo para que veas cuáles son los más largos. ¿Ves? Éste llega desde la base hasta la punta del dedo. Coge otro que llegue desde la punta a la base del dedo y colócalo en el mismo lugar.

Frankie probó, pero no pudo hacerlo.

Cuando el doctor subió, Frankie se metió en el canasto del serrín y no salió en toda la tarde.

Pero Frankie era un chico bueno y amable. Aprendió a encender los cigarros del doctor y quería que fumase constantemente para poder encenderle los cigarros.

Cuando más disfrutaba Frankie era cuando daban fiestas en el Laboratorio. Cuando hombres y muchachas se juntaban para charlar, cuando el fonógrafo tocaba una música que se reflejaba en su estómago y hacía que su cerebro se llenase de imágenes vagas y encantadoras. Entonces se acurrucaba detrás de una silla y desde allí, oculto, observaba y oía. Cuando se reían de un chiste que él no podía comprender, Frankie reía detrás de su silla, y cuando la conversación recaía en temas abstractos, Frankie fruncía el ceño y se ponía serio.

Una tarde tomó una resolución desesperada. En el Laboratorio había una pequeña fiesta. El doctor estaba en la cocina llenando los vasos de cerveza cuando Frankie apareció a su lado, tomó un vaso lleno de cerveza y corrió a dárselo a una muchacha que estaba sentada en un sillón.

La muchacha tomó el vaso.

—Muchas gracias —dijo, y le sonrió.

El doctor, que venía, dijo:

—Sí, Frankie representa para mí una gran ayuda.

Frankie no pudo olvidar esto. Repasaba en su cerebro cómo había cogido el vaso, cómo la muchacha le había dicho: «Muchas gracias», y el doctor: «Frankie es una gran ayuda para mí». ¡Oh, Dios mío!

Se preparaba una gran fiesta, pues el doctor había traído bistecs y gran cantidad de cerveza y le había permitido que limpiase la escalera. Pero esto no era nada comparado con el plan que Frankie se había trazado. Lo repetía una y otra vez. Era maravilloso. Era perfecto. Por fin se dio la fiesta y vino la gente, y el salón se llenó de hombres y de muchachas.

Frankie tuvo que esperar hasta que en la cocina no hubo nadie y pudo cerrar la puerta. Pasó algún tiempo antes de que pudiera hacerlo. Pero por fin se hallaba solo y con la puerta cerrada. Escuchaba el rumor de la conversación y la música del gramófono. Trabajaba con mucha calma: primero la bandeja, luego los vasos, sin que se rompiera ninguno. Ahora llenarlos de cerveza dejando que la espuma bajara y luego echar un poco más.

Todo estaba listo. Dio un gran suspiro y abrió la puerta. La charla y la música zumbaban a su alrededor. Frankie cogió la bandeja y salió. Ahora ya sabía. Marchó directamente hacia la misma muchacha que antes le había sonreído. Y frente a ella ocurrió todo: falló la coordinación, le temblaron las manos, los músculos se contrajeron, los nervios telegrafiaron inútilmente, la respuesta no vino. Cerveza y bandeja cayeron sobre el regazo de la muchacha. Durante un momento Frankie permaneció inmóvil. Luego volvióse y huyó.

La habitación estaba en silencio. Lo oían como bajaba las escaleras del sótano. Escucharon un ruido semejante al que hace una persona que excava… luego, silencio.

El doctor bajó las escaleras y penetró en el sótano. Frankie se hallaba en el fondo de la caja del serrín con todo el contenido encima de él.

Se le oía sollozar. El doctor esperó unos momentos y luego regresó por donde había venido.

No podía hacer otra cosa.