Cuando el coche del doctor regresó al Laboratorio, Mack y sus compañeros observaron como Hazel le ayudaba a entrar los sacos llenos de estrellas de mar. A los pocos minutos Hazel salió y se dirigió al Palace. Sus pantalones estaban húmedos hasta el muslo, y por donde se iban secando, la sal formaba blancos anillos. Dejóse caer en su mecedora y se quitó los zapatos mojados.
—¿Cómo está el doctor? —le preguntó Mack.
—Bien —dijo Hazel—. No se puede entender nada de lo que dice. ¿Sabéis lo que dice de las cucarachas? No, mejor será que no lo diga.
—Parece que está muy cordial —dijo Mack.
—Seguro —dijo Hazel—. Hemos cogido doscientas o trescientas estrellas de mar. El doctor está contento.
—Me pregunto si deberíamos ir ahora —preguntóse Mack, y se respondió a sí mismo—: No, mejor será que vaya uno solo.
Si vamos todos lo echaríamos a perder.
—¿De qué se trata? —preguntó Hazel.
—Tenemos planes —dijo Mack—. Voy a ir yo, para no asustarlo. Vosotros os quedaréis aquí. Dentro de unos minutos estaré de vuelta.
Mack salió y atravesó la vía. Malloy estaba sentado sobre un ladrillo, a la puerta de su casa.
—¿Cómo te va, Sam? —le preguntó Mack.
—Bastante bien.
—¿Y tu señora?
—Bastante bien —dijo Mr. Malloy—. ¿Conoces alguna clase de cola que pegue la tela al hierro?
En otra ocasión Mack se hubiera dedicado de lleno al problema, pero esta vez no quiso detenerse.
—No —dijo.
Atravesó el solar, cruzó la calle y penetró en el sótano del Laboratorio.
El doctor se había quitado el sombrero, pues allí no había peligro de mojarse la cabeza, a no ser que estallase alguna cañería. Estaba ocupado sacando de los mojados sacos las estrellas de mar y colocándolas sobre el frío suelo de cemento.
Las estrellas estaban enroscadas, pues les gusta apoyarse en algo, y durante una hora sólo habían podido apoyarse sobre sí mismas.
El doctor las dispuso en largas filas, y lentamente los animales se fueron estirando hasta convertirse en simétricas estrellas. La puntiaguda barba del doctor estaba húmeda de sudor. Levantó nerviosamente la vista cuando penetró Mack. No es que los líos y Mack entraran siempre juntos, pero con él siempre solía venir algo.
—¿Qué tal, doctor? —dijo Mack.
—Bien —contestó con inquietud el doctor.
—¿Sabe lo que le ha ocurrido a Phyllis Mae, la del Restaurante? Golpeó a un borracho y se quedó con el diente en el puño, y ahora tiene una infección que le llega al codo. Phyllis me enseñó el diente. Era un diente postizo. ¿Puede esto ser venenoso, doctor?
—Creo que todo lo que sale de la boca humana es venenoso —dijo el doctor en tono de advertencia—. ¿La ha visto el médico?
—La ha curado Alfred.
—Le llevaré un poco de sulfato —dijo el doctor, y aguardó a que la tormenta estallase. Sabía que Mack había venido por algo, y Mack se dio cuenta de que lo sabía.
—Doctor, ¿necesita ahora animales? —preguntó Mack.
El doctor lanzó un suspiro de alivio.
—¿Por qué? —preguntó.
El tono de Mack se hizo confidencial.
—Voy a decírselo, doctor. Yo y los muchachos necesitamos algún dinero… tenemos que conseguirlo. Lo necesitamos para una buena obra, para un acto noble.
—¿El brazo de Phyllis Mae?
Mack consideró la sugerencia, y la desechó.
—No —dijo—, es para algo más importante. A Phyllis no hay quien la mate. No, esto es diferente. Yo y los muchachos hemos pensado si necesitaría usted algo que nosotros pudiéramos conseguir, y de este modo ganar algún dinero.
La cosa parecía sencilla e inocente. El doctor siguió colocando las estrellas.
—Necesito trescientas o cuatrocientas ranas —dijo—. Yo mismo podría cogerlas, pero me tengo que ir esta noche a La Jolla. Mañana habrá marea y podré conseguir pulpos.
—¿Sigue pagando cinco centavos por cada rana? —preguntó Mack.
—Sí —dijo el doctor.
Mack se sentía jovial.
—No se preocupe por las ranas, doctor —dijo—. Le conseguiremos todas las que necesite. Iremos a Carmel. Conozco un lugar.
—Bien —dijo el doctor—. Me quedaré con todas las que traigáis, pero necesito trescientas.
—Quede tranquilo, doctor —dijo Mack—. No pierda su sueño por ello. Le traeremos las ranas que necesita, quizá setecientas u ochocientas. —Después de tranquilizar al doctor, una nube obscureció el rostro de Mack—. Doctor, ¿podemos usar su coche?
—No —dijo el doctor—; tengo que ir esta noche a La Jolla, ya te lo dije.
—¡Oh! —dijo con pesadumbre Mack—. ¡En fin!, no se preocupe, doctor. Quizá Lee Chong nos preste su camión viejo. —Y con tono opaco—: Doctor, ¿nos adelantaría dos o tres dólares para la gasolina? Lee Chong no querrá dárnosla.
—No —dijo el doctor.
Ya lo había hecho en otra ocasión. Le había prestado dinero a Gay para que fuera a buscarle tortugas. Le pagó dos semanas, y cuando éstas transcurrieron, Gay estaba en la cárcel, y no pudo ir por las tortugas.
—Entonces, quizá no podamos ir por ellas —dijo tristemente Mack.
El doctor necesitaba realmente las ranas. Trató de hallar algún medio que fuese negocio en vez de filantropía.
—Verás lo que vamos a hacer —dijo—. Te daré una nota para mi surtidor, y allí te proporcionarán diez galones. ¿Te bastarán?
Mack sonrió.
—Estupendo —dijo—. Eso nos vendrá estupendamente. Vamos a ponernos a trabajar desde mañana temprano. Cuando regrese del Sur tendrá más ranas de las que ha visto en toda su vida.
El doctor se dirigió a su mesa y escribió una nota a Red William, empleado del surtidor, autorizándolo para que diese a Mack diez galones de gasolina.
—Aquí tienes —dijo.
Mack sonreía cordialmente.
—Doctor, duerma esta noche sin pensar un momento en las ranas. Cuando vuelva tendrá todas las que necesite.
El doctor lo vio marchar con un poco de inquietud. Los tratos con Mack y sus compañeros eran siempre interesantes, pero rara vez provechosos. Recordó la vez que Mack le vendió quince gatos, y por la noche vinieron los dueños y se los llevaron todos.
—Mack —habíale preguntado—, ¿cómo es que todos son machos?
—Doctor —había contestado Mack—, esto es una invención mía, pero voy a contárselo a usted porque es un amigo. Se pone una trampa de alambre y en ella se coloca el cebo. Se emplea… bien, se emplea una gata. De este modo vienen todos los gatos de la comarca.
Desde el Laboratorio, Mack fue directamente a la tienda de Lee Chong. Mrs. Lee estaba cortando tocino. Un primo de Lee arreglaba las lechugas. Sobre una pila de naranjas dormía un gato. Lee estaba en su lugar de costumbre, detrás del mostrador de los cigarros y frente a los estantes de los licores. Cuando vio entrar a Mack, su dedo golpeó con más violencia la alfombrilla de goma. Mack no perdió el tiempo.
—Lee —dijo—, el doctor tiene un problema. El Museo de Nueva York le ha hecho un fuerte pedido de ranas. Esto significa mucho para el doctor. Aparte del dinero es un honor conseguir un pedido como ése. El doctor tiene que ir al Sur, y yo y los muchachos nos hemos ofrecido a ayudarle. Creo que los amigos deben ayudarle a uno a salir de un apuro, especialmente cuando se trata de un hombre como el doctor. Calculo que te comprará por valor de sesenta o setenta dólares mensuales.
Lee Chong permaneció silencioso y vigilante. Su grueso dedo apenas golpeaba la alfombrilla de goma, sino que se agitaba ligeramente como la cola de un gato nervioso.
Mack prosiguió:
—¿Nos prestarás tu viejo camión para ir a Carmel a buscar ranas para nuestro buen doctor?
Lee Chong sonrió triunfalmente.
—Camión estropeado —dijo.
Mack vaciló un instante, pero al momento se recuperó. Le mostró la nota del doctor.
—¡Mira! —dijo—. El doctor necesita las ranas. Nos proporciona la gasolina con tal de que se las consigamos. No puedo echarme atrás. Gay es un buen mecánico. Si arregla el camión, ¿nos dejarás usarlo?
Lee echó hacia atrás la cabeza para mirar a Mack. No veía nada malo en la proposición. El camión no marchaba. Gay era un buen mecánico, y la nota respecto a la gasolina era una prueba convincente.
—¿Cuánto tardaréis? —preguntó Lee.
—Quizá medio día, quizá un día entero. Hasta que encontremos las ranas.
Lee estaba preocupado, pero no veía la salida. Se daba cuenta del peligro, pero dijo:
—De acuerdo.
—Bien —dijo Mack—. Sabía que el doctor podía contar contigo. Voy a buscar a Gay para que se ponga a trabajar inmediatamente. —Cuando se iba a marchar volvióse—. A propósito —dijo—, el doctor nos paga cinco centavos por cada rana. Vamos a traer setecientas u ochocientas. ¿Podríamos llevarnos una pinta de Old Tennis Shoes a cuenta de las ranas que traigamos?
—¡No! —dijo Lee Chong.