En abril de 1932, la caldera de la fábrica de conservas «Hediondo» se descompuso por tercera vez en una semana, y la dirección, integrada por Mr. Randolph y una mecanógrafa, decidió que resultaba más barato comprar una caldera nueva que arreglar la vieja tan frecuentemente. Cuando llegó la caldera nueva llevaron la vieja al solar situado entre la tienda de Lee y el restaurante de Dora, y allí la dejaron en espera de que a Mr. Randolph se le ocurriera un medio de sacar dinero de ella. Poco a poco, el ingeniero de la fábrica se fue llevando la tubería para reparar con ella algunas piezas viejas de la «Hediondo». La caldera semejaba una vieja locomotora sin ruedas. Tenía en su frente una puerta grande y otra pequeña para recibir el combustible. Gradualmente la caldera se fue oxidando, y las malvas fueron creciendo alrededor de ella. El mirto trepó por sus costados y el anís silvestre embalsamó su atmósfera. Luego, alguien arrojó un hueso de dátil, y un pequeño árbol creció; grandes campanillas blancas pendían sobre la puerta de la caldera, y, por la noche, las flores exhalaban un penetrante aroma.
En 1935, Mr. y Mrs. Sam Malloy se mudaron a la caldera. Toda la tubería había desaparecido, y la caldera se había transformado en un departamento espacioso, seco y saludable. Cierto que si se entraba por la puerta pequeña había que hacerlo andando a gatas, pero una vez dentro había espacio suficiente, y no podía imaginarse lugar más abrigado ni más seco. Los esposos metieron un colchón en la caldera y se establecieron allí. Mr. Malloy sentíase feliz, y durante largo tiempo también sintióse feliz Mrs. Malloy.
Bajo la caldera, en la colina, había muchos tubos de gran tamaño, abandonados también por la «Hediondo». Hacia fines de 1937 hubo una pesca abundante, las fábricas de conservas trabajaban sin cesar y había escasez de alojamiento. Entonces fue cuando Mr. Malloy se dedicó a alquilar por un precio módico las grandes tuberías para que sirvieran de dormitorio a los solteros. Poniendo un trozo de papel alquitranado en un extremo, y en el otro un pedazo de tapiz, los convertía en confortables dóratenos; sin embargo, los hombres que tenían la costumbre de dormir enroscados se veían en la necesidad de cambiar de postura o mudarse. También había algunos que se quejaban de que no los dejaban dormir los ronquidos que salían de las demás tuberías. Pero, en general, Mr. Malloy hacía un negocio modestamente lucrativo, y era feliz.
Mrs. Malloy sintióse también feliz hasta que su esposo se convirtió en propietario; entonces comenzó a cambiar. Primero compró una alfombra, luego una artesa, luego una lámpara con pantalla de seda. Finalmente penetró en la caldera y dijo anhelante:
—En casa de Holman se están vendiendo cortinas. Cortinas de encaje verdadero con los bordes azul y rosa a 1,98 dólares el juego, incluidos los barrotes.
Mr. Malloy sentóse sobre el colchón.
—¿Cortinas? ¿Para qué quieres cortinas?
—Me gustan las cosas bonitas —dijo Mrs. Malloy—. Siempre me gustó tener cosas bonitas para que tú disfrutes. —Y su labio inferior comenzó a temblar.
—Pero, querida —gritó Sam Malloy—; si a mí me gustan las cortinas, no tengo nada en contra de ellas.
—Sólo 1,98 —insistió Mrs. Malloy—, y tú me regateas 1,98 dólares —dijo con un resoplido y su pecho empezó a agitarse.
—No te los regateo —dijo Mr. Malloy—. Pero, querida, por amor de Dios, ¿qué vamos a hacer con las cortinas? No tenemos ventanas.
Mrs. Malloy lloró y lloró, y Sam la tomó en sus brazos y la consoló.
—Los hombres no comprenden los sentimientos de las mujeres —sollozaba Mrs. Malloy—. Los hombres nunca quieren colocarse en el lugar de una mujer.
Y Sam echóse a su lado y le frotó la espalda durante largo tiempo antes de que Mrs. Malloy se durmiera.