VI

El doctor buscaba especies marinas en la cala situada al extremo de la península. Es un lugar fabuloso: cuando la marea sube, es un remolino de espuma, agitado por las olas que se estrellan contra la boya de la escollera. Pero cuando baja la marea se convierte en un lugar tranquilo y adorable. El agua es muy clara, y en el fondo del mar se ven animales que corren, luchan, comen y se reproducen. Los cangrejos se mueven entre algas ondulantes. Las estrellas de mar se enroscan sobre mejillones y lapas, les aplican sus millones de ventosas y, lentamente, con increíble fuerza, desprenden a su presa de las rocas; entonces surge el estómago de la estrella y envuelve el alimento. Negras anguilas sacan la cabeza por las hendiduras y esperan la presa. Los camarones voraces se mueven ruidosamente. Este mundo multicolor parece cubierto con un cristal. Los cangrejos solitarios juegan como niños en el fondo de arena. Y uno de ellos, al encontrar la vacía concha de un caracol, que le gusta más que la suya, se desliza fuera de su concha, exponiendo durante un momento su blanco cuerpo al enemigo, y se mete en la nueva. Una ola, al romperse, agita el agua clara y llena de burbujas la cala, pero al poco rato vuelve a quedar tranquila, hermosa y cruel. Un cangrejo le arranca una pata a su hermano. Las anémonas se extienden como flores suaves y brillantes, invitando a los animales cansados a que reposen en sus brazos, y cuando algún cangrejillo acepta la invitación roja y verde, los pétalos se cierran, las células emiten unas agujas narcóticas que se clavan en la presa, que se debilita y se adormece mientras los jugos digestivos del pólipo se encargan de disolver su cuerpo.

Luego el taimado asesino, el pulpo, se desliza lentamente insensiblemente, avanzando como una nube gris, semejando ahora un grupo de algas, luego una roca, más tarde un trozo de carne podrida, mientras sus malignos ojos vigilan fríamente. Avanza hacia un cangrejo y, al acercarse, sus amarillos ojos lanzan llamas y su cuerpo se colorea de emoción y de rabia. Luego, súbitamente, corre sobre la punta de sus tentáculos, con la misma ferocidad del gato cuando ataca. Salta brutalmente sobre el cangrejo, echa una bocanada de un negro fluido, y una nube color sepia oculta a los combatientes, mientras el pulpo mata al cangrejo. En las rocas que sobresalen del agua, las lapas lanzan burbujas y las lapas se secan. Las negras moscas bajan a las rocas para comer cualquier cosa que encuentren. El áspero olor a yodo de las algas, el olor calizo de los cuerpos calcáreos y un penetrante olor de esperma y ovas llenan el aire.

En las rocas que sobresalen del agua, las estrellas de mar lanzan semen y huevos entre sus radios. Aromas de vida y plenitud, de digestión y muerte, de podredumbre y alumbramiento impregnan la atmósfera. Y la espuma salada salta desde la barrera donde el mar aguarda que la marea alta le permita volver a la cala. Y en la escollera la boya muge como un toro paciente y triste.

En la cala, el doctor y Hazel trabajaban juntos. Hazel vive en el Palace con Mack y los muchachos. Hazel debe su nombre al azar que luego ha presidido toda su vida. Su madre tuvo siete hijos en ocho años. Hazel era el octavo, y su madre confundió su sexo cuando él nació. La infeliz estaba agotada tratando de vestir y alimentar a siete hijos y al padre. Había intentado hacer dinero de todos los modos imaginables —haciendo flores de papel, vendiendo setas y conejos— mientras su esposo, desde una silla de lona, le daba cuanta ayuda podía proporcionarle con sus consejos, sus razonamientos y sus críticas. La mujer tenía una tía llamada Hazel, a quien se creía poseedora de un seguro vida. Al octavo hijo se le dio el nombre de Hazel antes de que a su madre le pasara por la cabeza que Hazel era un muchacho, y para entonces se había acostumbrado a llamarlo así, y de ningún modo quiso cambiarle el nombre.

Hazel creció. Fue cuatro años a la escuela de primera enseñanza, otros cuatro al reformatorio, y no aprendió nada en ninguna de las dos partes. Los reformatorios tienen fama de enseñar el vicio y el crimen, pero Hazel no puso la atención suficiente. Salió del reformatorio tan ignorante del vicio como de los quebrados y divisiones. A Hazel le gustaba oír hablar, pero no escuchaba las palabras, sólo el tono de la conversación. Hacía preguntas, no para oír la respuesta, sino simplemente para que la charla continuase. Tenía veintiséis años, el pelo negro, y era fuerte, servicial y leal. Con frecuencia iba con el doctor para ayudarle a buscar sus animales, y se daba buena maña para ello. Sus dedos se deslizaban como el pulpo, y asían como el cangrejo y la anémona. Se mantenía bien sobre las rocas resbaladizas y le gustaba la caza.

El doctor llevaba su sombrero impermeable y sus botas altas, pero Hazel chapoteaba con zapatos de tenis y pantalones azules. Estaba recogiendo estrellas de mar. Al doctor le habían hecho un pedido de trescientas.

Hazel extrajo una vistosa estrella de color púrpura y la puso dentro del saco que estaba casi lleno.

—Me pregunto qué es lo que hacen con esto —dijo.

—¿Con qué? —preguntó el doctor.

—Con las estrellas de mar —dijo Hazel—. Usted las vende. Usted vende una gran cantidad. ¿Qué es lo que hacen con ellas? No son comestibles.

—Las compran para estudiarlas —dijo pacientemente el doctor, y recordó que Hazel le había hecho esta pregunta docenas de veces. Pero el doctor tenía una costumbre que no podía vencer. Cuando alguien le hacía una pregunta, creía que le interesaba la respuesta. A él le ocurría así. Nunca preguntaba a no ser que le interesase la respuesta, y no concebía que nadie preguntase sin interés. Pero Hazel, a quien simplemente le gustaba oír hablar, había descubierto un sistema mediante el cual una respuesta daba origen a otra pregunta, y hacía que la conversación continuase.

—¿Y qué es lo que encuentran cuando las estudian? —prosiguió Hazel—. Son sencillamente estrellas de mar. Hay millones de ellas. Yo podría obtener un millón si quisiera.

—Son unos animales interesantes y complicados —dijo el doctor, un poco a la defensiva—. Éstas son para la Universidad del Noroeste.

Hazel siguió empleando su método.

—¿No tienen allí estrellas de mar?

—Allí no tienen mar —dijo el doctor.

—¡Ah! —dijo Hazel, y buscó afanosamente otro medio para seguir preguntando.

Le molestaba dejar que la conversación languideciese así. Pero no era lo suficientemente rápido. Mientras él buscaba el medio de hacer otra pregunta, el doctor le interrogó. A Hazel le molestaba esto, significaba tener que meditar la respuesta, y la meditación era para Hazel como el vagar por un museo desierto. El espíritu de Hazel estaba lleno de objetos sin catalogar. Jamás olvidaba una cosa, pero no se preocupaba de ordenar sus recuerdos. Todo lo lanzaba junto, cual si fueran los avíos de pescar cuando yacen mezclados en el fondo del bote.

El doctor le preguntó:

—¿Cómo van los asuntos en el Palace?

Hazel se pasó los dedos por su negro cabello y escudriñó en la confusión de su cerebro.

—Bastante bien —dijo—. Ese muchacho Gay, creo que va a venirse con nosotros. Su mujer lo trata muy mal. A él no le importa que le pegue cuando está despierto, pero ella espera a que se duerma, y entonces le pega. A Gay le molesta que lo trate así. Tiene que levantarse y pegarle, y cuando se vuelve a dormir, ella le pega otra vez. Como no puede descansar viene a vivir con nosotros.

—Ésta es una moda nueva —dijo el doctor—, antes solía hacer que lo metieran en la cárcel.

—¡Sí! —dijo Hazel—; pero eso era antes de que construyesen la nueva cárcel de Salinas. Esta cárcel tiene radio, buenas camas y el sheriff es un buen hombre. Cuando Gay entra allí, no quiere volver a salir. Le gusta tanto que su mujer ya no lo hace arrestar. Por esto ha inventado eso de pegarle mientras duerme. Es para destrozarle los nervios, dice él. Y usted lo sabe como yo. A Gay nunca le gustó pegarle. Sólo lo hace para conservar su propia estimación. Pero se está cansando. Creo que se vendrá con nosotros.

El doctor se enderezó. Las olas comenzaban a invadir la cala. La marea subía y el agua empezaba a lamer las rocas. Soplaba el viento del lado del mar y se oía el silbido de la boya y el ladrido de los leones marinos. El doctor se metió más su sombrero.

—Ya tenemos bastantes estrellas —dijo, y prosiguió—: Mira, Hazel, he visto que en el fondo del saco llevas seis o siete abalones pequeños. Si nos detiene algún guarda, dirás que corresponden a mi licencia, ¿entendido?

—Bien, bien —dijo Hazel.

—Mira —dijo bondadosamente el doctor—, suponte que yo obtengo una licencia para pescar abalones y que el guarda opina que la empleo demasiado. Suponte que cree que me los como.

—Bien —dijo Hazel.

—Igual ocurre con las juntas del alcohol industrial. Tienen un espíritu receloso. Siempre creen que yo me bebo el alcohol. Lo creen de todo el mundo.

—¿Y no se lo bebe usted?

—No en gran cantidad —dijo el doctor—. Eso que le ponen sabe horriblemente y cuesta mucho volverlo a destilar.

—Pues no es tan malo —dijo Hazel—. Yo y Mack bebimos un poco el otro día. ¿Qué es lo que le ponen?

El doctor iba a contestar cuando se dio cuenta de que se trataba de la estratagema de Hazel.

—Pongámonos en marcha —dijo.

Y se echó al hombro el saco lleno de estrellas de mar, olvidando los ilegales abalones que había en el fondo del saco de Hazel.

Éste marchó tras el doctor por el resbaladizo sendero hasta que se hallaron en tierra firme. Pequeños cangrejos huían a su paso. Hazel pensó que sería mejor dar por terminado el asunto de los abalones.

—El pintor ha vuelto al Palace —dijo.

—¿Sí?

—¡Sí! Había pintado antes con plumas de gallo y ahora quiere hacerlo con cascara de nuez. Dice que ha cambiado de técnica.

El doctor rió.

—¿Sigue construyendo el bote?

—Claro —dijo Hazel—. Ahora lo ha cambiado todo. Quiere un bote de otro tipo. Me parece que va a deshacerlo. Doctor, ¿no cree usted que está chiflado?

El doctor puso en tierra su pesado saco y se detuvo jadeante.

—¿Chiflado? —preguntó—. ¡Oh, sí! Creo que sí. Tan chiflado como tú y como yo, sólo que de diferente manera.

A Hazel jamás se le había ocurrido una cosa así. Se consideraba el prototipo de la claridad y de la virtud incomprendida. La observación del doctor le molesto un poco.

—Pero ese bote —dijo— lo lleva construyendo hace más de siete años y lo ha comenzado diversas veces. Siempre que lo tiene casi terminado, lo deshace y empieza otra vez. Creo que está chiflado. ¡Siete años con un bote!

El doctor, sentado en el suelo, se quitaba sus botas de hule.

—No comprendes —dijo—. A Henri le gustan los botes, pero tiene miedo del mar.

—Entonces, ¿para qué quiere el bote? —preguntó Hazel.

—Le gustan los botes —dijo el doctor—. Pero suponte que termina el suyo. Una vez terminado, la gente dirá: ¿Cómo no lo lleva al mar? Pero si lo lleva al mar, tendría que ir en él, y Henri odia el agua. Por eso nunca termina el bote: para no verse obligado a botarlo.

Hazel siguió este razonamiento durante un rato, pero dejó de atender antes de que estuviese acabado, y no sólo no atendía sino que buscaba un modo de cambiar el tema.

—Creo que está chiflado —dijo dócilmente.

Sobre la tierra negra se arrastraban cientos de negras cucarachas. Y muchas de ellas tenían levantada la cola.

—Mire las cucarachas —dijo Hazel, agradecido a los insectos porque se encontraban allí.

—Son interesantes —dijo el doctor.

—¿Y por qué se ponen así?

El doctor dobló sus calcetines de lana, y de su bolsillo sacó un par seco y unos finos mocasines.

—No lo sé —respondió—. Los he examinado recientemente. Son unos animales muy vulgares, y una de las cosas más vulgares que hacen es levantar la cola. Y en ningún libro se menciona el hecho de que levanten la cola ni se explica la razón de ello.

Hazel puso patas arriba a una de las cucarachas empujándola con sus mojados zapatos, y el brillante insecto luchó desesperadamente para volver a su posición normal.

—¿Y por qué cree que lo hacen?

—Creo que están rezando —dijo el doctor.

—¡Qué! —Hazel se escandalizó.

—Lo notable no es que levanten la cola —dijo el doctor—; lo verdaderamente notable es que nosotros creamos que lo es. La única medida de las cosas somos nosotros mismos. Si hiciéramos algo tan extraño e inexplicable como eso, estaríamos probablemente rezando. Por lo tanto quizá también ellos rezan.

—Salgamos pronto de aquí —dijo Hazel.