V

El Laboratorio Biológico de Occidente estaba al otro lado de la calle, frente por frente al solar vacío. La tienda de Lee Chong estaba a su derecha y el Restaurante de Dora, a su izquierda. El Laboratorio trafica con bellos y extraños artículos. Vende los hermosos animales del mar, las esponjas, tunicates, anémonas, estrellas de mar, bivalvas, lapas, gusanos y conchas; animales fabulosos y delicados erizos, cangrejos, dragones, camarones voraces y camarones transparentes, tan diáfanos que apenas llegan a proyectar sombra.

Y el Laboratorio Biológico de Occidente vende cucarachas, caracoles, arañas, serpientes de cascabel, ratas y abejas. Todo esto se dedica a la venta. También hay algunos fetos humanos, enteros unos, otros partidos en delgados trozos y colocados sobre portaobjetos. Y para los estudiantes hay tiburones a los cuales se les ha extraído la sangre substituyéndosela por líquidos azules y amarillos para que se pueda apreciar el funcionamiento del sistema circulatorio. También hay gatos con coloreadas venas y arterias y ranas preparadas igualmente.

Al Laboratorio Biológico de Occidente se le puede pedir cualquier cosa, en la seguridad de que tarde o temprano ha de conseguirse.

Es un edificio bajo que mira a la calle. El sótano sirve de depósito y está lleno de estantes hasta el techo, de estantes cargados de vasijas con animales en conserva. En el sótano hay una pila e instrumentos para inyectar y embalsamar. Si se atraviesa el patio trasero se llega a un cobertizo que da sobre el mar y está sostenido por pilares, y allí se encuentran las cisternas para los grandes animales —tiburones, rayas y pulpos—, cada uno de los cuales está en su cámara de cemento. Hay una escalera que lleva al centro del edificio y una puerta que da a un despacho donde se halla una mesa llena de cartas por abrir, un archivo y una caja fuerte con la puerta abierta. Una vez la caja se cerro equivocadamente, y nadie sabía la combinación. Y en la caja había una caja de sardinas y un pedazo de queso de Roquefort. Antes de que el constructor de la caja pudiera indicar la combinación, hubo algunas perturbaciones. Fue entonces cuando a doctor se le ocurrió un medio para vengarse de un banco si alguien quería hacerlo alguna vez: «Alquilad una caja fuerte —dijo— y depositad en ella un salmón fresco, y no volváis hasta los seis meses». Después de lo ocurrido con la caja, no se permitió ya guardar alimentos. Se guardaban en los archivos. Detrás del despacho hay un acuario donde se encuentran muchos animales vivos; también hay microscopios, portaobjetos, un botiquín para medicinas, recipientes de laboratorio, bancos de trabajo, pequeños motores y substancias químicas. De dicha habitación vienen diferentes olores: de formalina, estrella de mar desecada, agua de mar, mentol, ácido fénico, ácido acético, papel de envolver, paja, cuerdas, cloroformo, éter, ozono procedente de los motores, acero, aceite lubricante de los microscopios, aceite de banana, tubería de goma, olor de calcetines y botas que se secan, el punzante olor de las serpientes de cascabel y el rancio hedor de las ratas. Y por la puerta trasera viene un olor de algas marinas cuando la marea baja, y de sal y espuma cuando la marea sube.

A la izquierda del despacho está la biblioteca. Los estantes, que llegan hasta el techo, están llenos de libros de todas clases, diccionarios, enciclopedias, poesía, teatro, folletos. Junto a la pared hay un gran fonógrafo con cientos de discos apilados junto a él. Bajo la ventana hay una cama de madera pintada de rojo, y sobre los muros y estantes se ven reproducciones de Daumier, Graham, Tiziano, Leonardo, Picasso, Dalí y George Grosz. En esta habitación hay sillas y bancos, además de la cama; una vez se reunieron en ella cuarenta personas.

Detrás de esta biblioteca, o sala de música, o como se quiera llamarla, está la cocina, una habitación estrecha, con fogón de gas, un calentador de agua y una pila. Pero aunque algunos alimentos se guardan en los archivos, las fuentes, la manteca y las verduras se guardan en los armarios de la cocina. Esto no ha sido dictado por capricho. Simplemente ocurrió así. Del techo de la cocina penden trozos de tocino, salchichones y esturiones. Detrás de la cocina está el lavabo y la ducha. El lavabo goteó durante cinco años, hasta que un invitado hábil lo arregló con un trozo de goma de mascar.

El doctor es el dueño del Laboratorio de Occidente. Es un hombre bajito, engañosamente bajito, pero nervudo y fuerte, y capaz de grandes violencias cuando la cólera le acomete. Lleva barba; su rostro, que es una mezcla de Cristo y sátiro, dice la verdad. Se dice que ha ayudado a salir de apuros a varias muchachas, para luego meterlas en otro. El doctor tiene manos de cirujano y una mente serena y cordial. El doctor saluda a los perros cuando pasa en su automóvil, y los perros levantan la cabeza y le sonríen. Por necesidad mataría a quien fuese, pero por gusto es incapaz de herir un solo sentimiento. Tiene un temor supremo: el de mojarse la cabeza, y por ello, en verano y en invierno lleva siempre puesto el sombrero. El doctor puede mojarse hasta el pecho sin sentir la humedad, pero una gota de agua en la cabeza le produce pánico.

Durante años, el doctor se consagró al arrabal hasta un punto que ni él siquiera sospechaba. Se convirtió en la fuente de la filosofía, la ciencia y el arte. En el Laboratorio, las muchachas de Dora escucharon por primera vez el canto llano y la música gregoriana.

Lee Chong oía la traducción de Li Po. Henri, el pintor, escuchó por primera vez el Libro de los Muertos, y quedó tan conmovido que cambió de técnica. Hasta entonces Henri había estado pintando con cola, óxido de hierro y plumas de gallo, pero cambió, y sus cuatro primeras pinturas siguientes las hizo con distintas clases de cascara de nuez. El doctor escucha toda clase de insensateces y las transforma en sabiduría. Su espíritu y su piedad no tienen límites. Puede hablar con los niños y hacerles comprender cosas profundas. Vive en un mundo interesante, maravilloso. Es tan lascivo como un conejo y tan dulce como el infierno. Todo el mundo que lo conoce le debe algún favor. Y cuantos lo tratan piensan: «Hay que hacer algo amable por el doctor».