Por la tarde, durante el crepúsculo, ocurría en el arrabal conservero una cosa extraña. Pasaba siempre durante el tiempo que media desde la puesta de sol hasta que se encienden las primeras luces. Entonces hay un gris período de calma. Por la colina, pasando ante el Palace y atravesando el solar vacío, venía un anciano chino. Llevaba un viejo sombrero de paja, un traje azul y fuertes zapatos, uno de los cuales tenía desprendida una suela que golpeaba el suelo. En la mano traía una cesta de mimbre que siempre iba tapada. Su rostro era delgado, moreno y curtido, y sus viejos ojos obscuros, obscuros hasta en el blanco, estaban tan hundidos que parecían mirar desde el fondo de un agujero. Siempre llegaba al anochecer y cruzaba la calle por el claro que había entre el Laboratorio y la fábrica de conservas «Hediondo». Luego cruzaba la playa y desaparecía entre las estacas y postes metálicos que sostienen el malecón. Nadie volvía a verlo hasta el amanecer.
Pero al otro día, a la hora en que se apagan las luces de la calle y aún no ha amanecido del todo, el viejo chino surgía de entre las estacas y cruzaba la playa y la calle. Su cesto de mimbre estaba entonces lleno y chorreante. Su suela desprendida golpeaba el pavimento. El chino subía por la colina hasta llegar a la segunda calle, penetraba por una puerta que había en una alta cerca de madera y no se le volvía a ver hasta que anochecía. Los vecinos, que aún dormían, oían el golpear de su suela y se despertaban un momento. Esto venía ocurriendo desde hacía años, pero nadie se acostumbraba a ello. Algunos pensaban que era Dios, los más ancianos creían que era la Muerte y los niños creían que era un grotesco chino, pues los niños siempre encuentran divertido todo lo viejo y extraño. Pero no se atrevían a meterse con él, pues el chino estaba envuelto por una ligera aureola de terror.
Sólo un chico de diez años, valiente y guapo, llamado Andy, que procedía de Salinas, se atrevió a enfrentarse con el viejo chino. Andy estaba de paso en Monterrey y vio al anciano y comprendió que tenía que meterse con él, aunque sólo fuera para conservar su propia reputación; pero incluso Andy, a pesar de su bravura, percibió la aureola. Andy le observaba todas las tardes mientras mantenía una lucha entre su deber y su miedo. Y una tarde, Andy se dio ánimos y corrió tras el viejo chino, gritando con voz de falsete: «Chin-Chon, una vez estaba un chino sentado en una banqueta, pero entonces vino un blanco y le cortó la coleta».
El anciano se detuvo y se volvió. Andy se quedó inmóvil. Los ojos hundidos miraron a Andy y los delgados labios se movieron. Lo que entonces ocurrió, Andy no pudo explicarlo ni olvidarlo jamás. Pues los ojos se fueron ensanchando hasta que el chino desapareció. Y entonces los ojos se convirtieron en uno solo, obscuro y grande como la puerta de una iglesia. Andy miraba a través de la puerta brillante, transparente y obscura, y veía un campo desierto, una llanura que se extendía por espacio de muchas millas, pero que terminaba en una fila de montañas fantásticas en forma de cabezas de perros y de vacas, de hongos y de tiendas de campaña. La llanura estaba cubierta de césped, y de vez en cuando se advertía un pequeño túmulo; sobre cada túmulo había un animalito semejante a una marmota. Y la soledad, la fría y desolada soledad del paisaje, le hizo gemir, pues el mundo estaba desierto y sólo quedaba él. Andy cerró los ojos para no seguir viendo aquel espectáculo, y cuando los abrió, estaba en el arrabal, y el viejo chino golpeaba el pavimento con su suela al pasar ante el Laboratorio y la fábrica de conservas «Hediondo». Andy fue el único niño que se atrevió a hacer aquello, y jamás volvió a repetirlo.