III

La casa de Lee Chong está a la derecha del solar vacío, aunque nadie sabe decir por qué se llama vacío a un solar lleno de viejas calderas, grandes maderos y pilas de latas. Detrás del solar vacío está la vía del ferrocarril y el Palace Flophouse. Pero a la izquierda del solar se encuentra el severo y majestuoso prostíbulo de Dora Flood; una casa decente, limpia y anticuada, donde un hombre puede tomar un vaso de cerveza rodeado de amigos. No en casa de escándalo, sino un virtuoso club, dirigido y disciplinado por Dora, quien, señora y pupila durante cincuenta años, ha sabido, gracias a su tacto, honestidad, caridad y realismo, hacerse respetar por los eruditos, los inteligentes y los buenos. Y por las mismas razones es odiada por la lasciva hermandad de esposas cuyos maridos respetan el hogar, pero no se sienten muy atraídos por él. Dora es una gran mujer alta con brillante cabello color naranja y una especial predilección por los trajes de noche color verde Nilo. Posee una casa decente, de precio único, no vende licores fuertes y no permite las charlas procaces. Algunas de sus muchachas están inactivas por causa de la edad y las enfermedades, pero Dora nunca se desprende de ellas, aunque, como ella dice, «hay algunas que no llegan a funcionar tres veces en el mes pero siguen comiendo tres veces al día». En un momento de pasión local, Dora dio a su establecimiento el nombre de Restaurante del Oso y se dice que hubo gentes que entraron a pedir un sandwich. En la casa hay, normalmente, doce mujeres, contando las viejas, un cocinero griego y un hombre conocido por «el vigilante», pero que tiene a su cargo todas las tareas peligrosas y delicadas: Corta las riñas expulsa a los borrachos, alivia la histeria, cura la jaqueca y atiende el bar. Venda heridas y magulladuras, pasa el día con polizontes, y como la mayoría de las muchachas son «Christian Scientist», todos los domingos por la mañana les lee en voz alta Ciencia y Salud. Su antecesor, que era un hombre menos equilibrado, tuvo un fin desastroso, como luego diremos, pero Alfred ha triunfado sobre su medio y lo ha elevado hasta él. Sabe cuáles son los hombres que deben estar allí y cuáles no deben estar. Sabe más de la vida de los hogares de Monterrey que cualquier otra persona de la ciudad.

En cuanto a Dora, lleva una existencia difícil. Como está en contra de la ley, por lo menos contra la letra de la ley, debe cumplir la ley el doble que los demás. No tiene que haber borrachos, pendencia ni escándalo, de lo contrario le cerrarán la casa. Por ser ilegal, Dora tiene que ser especialmente filantrópica. Todo el mundo se fija en ella.

Si la policía da un baile para allegar fondos y todo el mundo da un dólar, Dora tiene que dar cincuenta dólares. Cuando la Cámara de Comercio mejoró sus jardines, todos los comerciantes dieron cinco dólares, pero Dora tuvo que dar cien. Con todo ocurre lo mismo, con la Cruz Roja, Boy Scouts, etc. Los vergonzosos beneficios de Dora encabezan, sin que nadie los celebre, la lista de los donativos. Pero durante la depresión experimentó una gran pérdida. Además de sus donativos de costumbre, Dora socorrió a los niños hambrientos del arrabal, a sus padres, que no tenían trabajo, y a sus angustiadas madres, y pagó a diestro y siniestro cuentas de comestibles durante dos años, de modo que casi se arruinó por ello.

Las muchachas de casa de Dora son agradables y bien educadas. Nunca hablan con un hombre en la calle, aunque éste hubiese ido a visitarlas la noche anterior.

Antes de que viniera Alfy, ocurrió en el Restaurante una tragedia que entristeció a todo el mundo. El vigilante anterior, llamado William, era un hombre obscuro y solitario. Durante el día, cuando sus tareas escaseaban, se aburría de la compañía femenina. Por la ventana podía ver a Mack y los muchachos que, sentados en las tuberías del solar vacío, balanceando los pies y tomando el sol, discutían lenta y filosóficamente asuntos interesantes, aunque de poca importancia. De vez en cuando los veía sacar una pinta de Old Tennis Shoes, y después de limpiar en la manga el cuello de la botella, empinarla uno tras otro. Y William comenzó a desear incorporarse a aquel grupo. Un día salió y fue a sentarse en uno de los tubos. La charla cesó, y un silencio hostil se produjo entre los del grupo. Al poco rato, William regresó desconsolado al Restaurante, y desde la ventana vio cómo la conversación resurgía, y esto le entristeció. Tenía un rostro moreno y feo, y en la boca, un rictus de preocupación.

Al día siguiente volvió a salir y se llevó una pinta de whisky. Mack y los muchachos bebieron el whisky, pues a pesar de todo no estaban locos, pero todo cuanto le dijeron fue: «Buena suerte» y «Que le vaya bien».

Al poco rato, William regresó al Restaurante y los miró otra vez desde la ventana; oyó que Mack decía alzando la voz: «¡Cielos, cómo odio a los alcahuetes!». Esto era totalmente falso, aunque William no lo supiera. Lo que ocurría era que ni a Mack ni a los muchachos les gustaba William.

William se descorazonó. Los haraganes no querían trato con él. Se daban cuenta de que él estaba muy por debajo de ellos. William era aficionado a la introspección, y se hacía con frecuencia acusaciones. Se puso el sombrero y marchó junto al mar, hasta llegar al faro; quedóse en el pequeño cementerio donde siempre se oía el rumor de las olas. Los pensamientos de William eran muy tristes: nadie lo quería. Nadie se preocupaba por él. Podían llamarlo vigilante, pero era un alcahuete, un miserable alcahuete, la peor cosa del mundo. Y se preguntó si tenía derecho a vivir y ser feliz como todo el mundo; claro que lo tenía. Regresó enfurecido, pero su furia desapareció cuando llegó al Restaurante y subió la escalera. Era de noche y la gramola tocaba Harvet Moon, y William recordó que a su primer amor le gustaba aquella canción antes de que se marchase, se casase y desapareciese. La canción lo entristeció enormemente. Dora estaba en la sala trasera tomando una taza de té cuando William entró.

—¿Qué te ocurre, William? ¿Estás enfermo?

—No —dijo William—. Pero ¿qué vale la vida? Creo que voy a quitarme de en medio.

Dora había tratado con bastantes neuróticos. Con ellos había que emplear la rudeza.

—Bien, hazlo cuando quieras, pero sin molestar a nadie.

Una nube fría y gris envolvió el corazón de William, que salió lentamente de la habitación y fue a llamar a la puerta del cuarto de Eva Flanegan. Eva tenía el pelo rojo; iba a confesarse todas las semanas. Era una mujer espiritual con una larga serie de hermanos y hermanas, pero increíblemente borracha. Cuando William entró se estaba pintando las uñas, pero lo hacía muy mal; William la vio y comprendió que Dora no iba a consentirle que trabajase en aquel estado. Los dedos de Eva estaban llenos de esmalte hasta la primera falange, y ella estaba furiosa.

—¿Qué te pasa? —le preguntó.

William también se enfureció.

—¡Voy a quitarme de en medio! —dijo con fiereza.

—Esto es un pecado horrible —le gritó Eva—. ¿No podría hacerlo cuando yo estuviese de viaje por San Luis? Eres un degenerado, un bastardo —y continuaba gritándole cuando William cerró la puerta tras él y marchó a la cocina.

Estaba harto de mujeres. El griego, después de ellas, le serviría de consuelo.

Éste, con un gran delantal y las mangas remangadas, estaba friendo chuletas de cerdo en dos grandes cazuelas, y les daba vuelta con un punzón:

—¡Hola, Kits!, ¿cómo te va?

Las chuletas de cerdo silbaban en la sartén.

—No sé, Lou. A veces creo que lo mejor que podría hacer sería, ¡clac! —y con el dedo se señaló la garganta.

El griego dejó el punzón sobre el hogar y se remangó más aún.

—Voy a decirte lo que he oído, Kits —dijo—. Los que hablan de matarse, no lo hacen nunca.

La mano de William se apoderó del punzón. Sus ojos miraron profundamente en los del griego, y en ellos leyó incredulidad y burla, pero al continuar mirándolo, los ojos del griego se turbaron y luego descendió sobre ellos una nube de preocupación. Cuando William advirtió el cambio, vio, primero, que el griego lo creía capaz de hacerlo, y luego, que él era capaz de hacerlo. En cuanto leyó esa creencia en los ojos del griego, William supo que tenía que hacerlo. Estaba triste, porque ahora le parecía tonto. Levantó la mano y se hundió el punzón en el corazón. Era asombrosa la facilidad con que entraba. William era el vigilante antes que viniera Alfred. Todo el mundo quería a Alfred. Podía sentarse con Mack y los muchachos siempre que quería. Podía ir incluso a visitarlos al Palace Flophouse.