I

La tienda de Lee Chong, aunque no era un modelo de limpieza, era un milagro de surtido. Era pequeña y estrecha pero en su breve recinto un hombre podía encontrar todo lo que necesitara o quisiera para vivir y ser feliz —ropas, comida, tanto fresca como enlatada— licores, tabaco, equipos de pesca, maquinaria, botes, cuerdas, gorros, tajadas de puerco. Donde Lee Chong se podían comprar un par de pantuflas, un kimono de seda, un cuarto de pinta de whisky y un cigarro. Se podían elaborar combinaciones para satisfacer casi cualquier capricho. La única comodidad que Lee Chong no podía satisfacer puede haber sido la de conducirlos a la casa de Dora.

La tienda abría al alba y no cerraba hasta que el último centavo circulante había sido gastado o retirado por la noche. No es que Lee Chong fuera avaro. No lo era, pero si uno quería gastar dinero, no se hacía de rogar. La posición de Lee en la comunidad le sorprendía a él mismo, hasta donde podía ser sorprendido. En el transcurso de los años todo el mundo en el arrabal le adeudó dinero. Nunca presionó a sus clientes, pero cuando la deuda se hacía muy grande, Lee cortaba el crédito. En lugar de escabullirse, el cliente usualmente pagaba o trataba de hacerlo.

Lee tenía el rostro ovalado y agradable. Hablaba un inglés corriente sin usar jamás la letra R. Cuando las persecuciones contra los chinos comenzaron en California, Lee se encontró con que se había puesto precio a su cabeza. Entonces viajó en secreto a San Francisco y entró en un hospital hasta que los problemas pasaron. Lo que hiciera con su dinero, nadie lo supo nunca. Tal vez nunca lo tuvo. Es posible que su riqueza consistiera por entero en deudas no pagadas, pero vivía bien y se había ganado el respeto de todos sus vecinos. Confiaba en sus clientes hasta que prolongar la confianza ya resultaba ridículo. A veces cometía errores en los negocios, pero incluso a éstos les sacaba provecho aumentando su buena reputación, si es que no en otra forma. Así sucedió con el Palace Flophouse Grill. Nadie más que Lee Chong hubiera considerado la transacción una pérdida total.

El puesto de Lee Chong en la tienda quedaba detrás del mostrador de los cigarros. La caja registradora quedaba entonces a su izquierda y el ábaco a su derecha. Dentro de la caja de vidrio estaban los cigarros marrones, los cigarrillos, el Bull Durham, la mezcla Duke, los Five Brothers, mientras tras él, apilados sobre la pared estaban las pintas, medias pintas y cuartos de Old Green River, Old Town House, Old Coronel, y el favorito Old Tennessee, un whisky mezclado con garantía de cuatro meses de añejamiento, muy barato y conocido en el vecindario como Old Tennis Shoes. Lee Chong no se ubicaba entre el whisky y el comprador sin razón. Algunas mentes muy prácticas habían alguna vez tratado de desviar su atención hacia otra parte del almacén. Primos, sobrinos, hijos y nueras aguardaban en el resto de la tienda, pero Lee nunca abandonaba el mostrador de los cigarros. La parte superior del vidrio era su escritorio. Sus regordetas manos delicadas permanecían sobre el vidrio, los dedos se movían sin descanso como pequeñas salchichas. Una gran sortija de oro de bodas en el dedo medio de su mano izquierda era su única joya y con ella golpeaba silenciosamente sobre la alfombrilla de goma que los golpecitos habían gastado mucho tiempo atrás. La boca de Lee era llena y benévola y el brillo dorado cuando sonreía era rico y cálido. Llevaba unos anteojos y puesto que miraba todo a través de ellos, tenía que echar su cabeza hacia atrás para ver a la distancia. Intereses y descuentos, sumas, restas, todo lo hacía en el ábaco con sus pequeños incansables dedos salchicha, y sus amistosos ojos castaños vagabundeaban por la tienda y sus dientes brillaban hacia los compradores.

Una noche, cuando estaba en su sitio con un atado de periódicos para mantener calientes sus pies, contemplaba con humor y tristeza un negocio que se había concebido esa tarde y cerrado más tarde ese mismo día. Cuando uno abandonaba la tienda, si daba vuelta a la esquina a través del terreno en el que crecía la hierba, dirigiendo sus pasos entre las herrumbrosas tuberías que salían de las fábricas de conservas, veía un camino gastado en la maleza. Siguiéndolo más allá de los cipreses, a través de la vía del ferrocarril, trepando por un sendero con listones, llegaba a un amplio y bajo edificio que por mucho tiempo fue usado como sitio de depósito de comida para pescado. Consistía en una gran habitación techada y pertenecía a un caballero angustiado llamado Horace Abbeville. Horace tenía dos esposas y seis hijos y durante un período de años había conseguido, a fuerza de ruegos y persuasión, construir un depósito, el mejor de todo Monterrey. Esa tarde había ido a la tienda y su sensitivo rostro cansado había vacilado delante de la sombra de dureza que cruzaba la cara de Lee. El grueso dedo de Lee golpeaba la alfombrilla de goma. Horace puso las palmas de sus manos sobre el mostrador de los cigarros.

—Adivino que te debo bastante pasta —dijo simplemente.

Los dientes de Lee relampaguearon en respuesta a un acercamiento tan diferente a cualquiera que nunca hubiera escuchado. Asintió gravemente, pero esperó a que la trampa se revelase.

Horace humedecía sus labios con la lengua, un buen trabajo entre comisura y comisura.

—Odio tener a mis niños con esto colgando sobre ellos —dijo.

—¿Por qué? Apuesto a que no les permitiría llevar encima ahora un paquete de caramelos.

El rostro de Lee Chong estuvo de acuerdo con esta conclusión.

—Bastante pasta —dijo.

Horace continuó.

—Conoces ese lugar mío a través del sendero, donde está la comida para pescado.

Lee Chong asintió. Era su comida para pescado.

Horace dijo con seriedad:

—Si yo fuera a darte ese lugar, ¿lo limpiarías conmigo?

Lee Chong echó su cabeza hacia atrás y miró a Horace a través de sus cristales mientras su mente revoloteaba entre las cuentas y su mano derecha se movía sin descanso sobre el ábaco. Consideraba que la construcción era débil y que el terreno podría adquirir valor si una fábrica de conservas llegase algún día a prosperar.

—Shu, —dijo Lee Chong.

—Bien, que se hagan las cuentas y te haré una factura de venta de ese lugar.

Horace parecía apurado.

—No hay necesidad de papeles —dijo Lee—. Yo hago los papeles para pagar en un solo contado.

Terminaron el trato con dignidad y Lee Chong ofreció un cuarto de pinta de Old Tennis Shoes. Y entonces Horace Abbeville, caminando muy recto, atravesó el terreno más allá de los cipreses y a través del sendero y subió por el caminito y entró al edificio que había sido suyo, y se golpeó con un bulto de comida para pescado. Y aunque esto no tiene nada que ver con esta historia, ningún niño de Abbeville, no importa quien fuese su madre, conoció la falta de un caramelo nunca en adelante.

Pero regresemos a esa noche. Horace estaba en el bastidor con las agujas de embalsamar, y sus dos esposas estaban sentadas en los escalones de su casa con sus brazos entrelazados (fueron buenas amigas hasta después del funeral, y entonces se dividieron los hijos y nunca se volvieron a hablar de nuevo). Lee Chong permanecía detrás del mostrador de los cigarros y sus bellos ojos marrones miraban hacia adentro en una calmada y eterna tristeza china. Sabía que no habría podido ayudar, pero deseaba poder haber sabido y acaso habría ayudado. Formaba parte profunda de la gentileza y del entendimiento de Lee la idea de que el derecho de un hombre a suicidarse es inviolable, aunque a veces un amigo pueda hacerlo innecesario. Lee ya había suscrito el funeral y enviado una gran canasta de víveres a las familias de los deudos.

Ahora Lee Chong era el dueño del edificio de Abbeville —un buen techo, un buen piso, dos ventanas y una puerta—. Es cierto que estaba atiborrado hasta arriba con comida para pescado y que su olor era delicado y penetrante. Lee Chong lo encontraba apropiado como depósito de comestibles, una especie de almacén, pero ya lo pensaría más tarde: estaba lejos y cualquiera podría penetrar por una ventana. Golpeaba la alfombrilla de goma con su sortija de oro, considerando el problema, cuando se abrió la puerta y entró Mack. Éste era el jefe, mentor y, hasta cierto punto, el explotador de un pequeño grupo de hombres cuyo nexo común era no tener familia ni dinero y cuya única ambición era comer, beber y estar alegres. Pero aunque la mayoría de los hombres cuando buscan la alegría suelen desgastarse sin conseguir su objeto, Mack y sus amigos iban calmosamente en busca del placer y lo saboreaban con mesura. Mack y Hazel, un joven de extraordinaria fuerza, Eddie, que a veces estaba de suplente en un bar de La Ida, Hughie y Jones, que de vez en cuando cazaban ranas y gatos para el laboratorio, vivían en las oxidadas tuberías que había en el solar inmediato a la casa de Chong. Es decir, vivían en las tuberías cuando había humedad, pero si hacía buen tiempo vivían a la sombra del negro ciprés del solar. Las ramas del árbol se inclinaban formando un dosel bajo el cual un hombre podía contemplar, echado, el río de vitalidad del arrabal conservero.

Lee Chong enderezóse ligeramente al ver entrar a Mack, y sus ojos recorrieron rápidamente la habitación para asegurarse de que Eddie, Hazel, Hughie o Jones no habían entrado también y se dirigían hacia los comestibles.

Mack dio a conocer sus intenciones con toda franqueza.

—Lee —dijo—, yo, Eddie y el resto hemos oído que eres el dueño del edificio de Abbeville —Lee inclinó la cabeza y esperó—. Yo y mis amigos hemos pensado pedirte que nos dejaras estar allí. Te cuidaríamos la propiedad —añadió rápidamente.

—No dejaríamos que nadie entrase o estropease algo. Los chicos pueden romper las ventanas, ya sabes… —sugirió Mack—. Puede producirse un incendio si no hay nadie que vigile.

Lee echó hacia atrás la cabeza y miró a Mack a través de sus cristales; el lento movimiento de sus dedos indicaba que estaba absorto en sus pensamientos. En los ojos de Mack se leía buena voluntad, cordialidad y un deseo de hacer feliz a todo el mundo. ¿Por qué se inquietaba entonces Lee? ¿Por qué su espíritu tomaba precauciones como un gato que anda entre los cactos? La proposición había sido hecha amablemente, casi con espíritu de filantropía. El pensamiento de Lee iba más allá, examinando las posibilidades —no, eran probabilidades—, y el golpear de sus dedos se hizo más lento aún. Se vio rechazando la petición de Mack, y vio los cristales rotos. Mack entonces se ofrecería otra vez a guardar su propiedad, y al negarse por segunda vez, Lee podía oler el humo, veía las llamas que subían por las paredes. Mack y sus amigos tratarían de apagar el fuego. El dedo de Lee se quedó inmóvil sobre la alfombrilla. Estaba vencido. Él lo sabía. Sólo podía resistirse para salvar las apariencias, y Mack iba a ser muy generoso respecto a esto. Lee dijo:

—¿Queréis pagar alquiler? ¿Queréis vivir allí como si fuera un hotel?

Mack sonrió y dijo generosamente:

—Es una idea. ¿Cuánto?

Lee meditó. Sabía que no importaba lo que pidiese. No iban a pagarle de ningún modo. Podía pedir una gruesa suma.

—Cinco dólares semanales —dijo Lee.

Mack llevó la comedia hasta el fin.

—Tendría que hablar con los muchachos —dijo dubitativamente—. ¿No podrías dejarlo en cuatro dólares?

—Cinco dólares —dijo Lee con firmeza.

—Bien, veré lo que dicen los muchachos.

Y esto fue todo. Todos quedaron contentos. Y aunque pudiera creerse que Lee Chong sufrió una pérdida, al menos no tenía preocupaciones. No se rompían las ventanas. No se producían incendios y, aunque no le pagasen el alquiler, cuando los inquilinos tenían dinero, cosa que sucedía frecuentemente, no se les ocurría ir a gastarlo en otro lugar que no fuese la tienda de Chong. En sus inquilinos tenía un pequeño grupo de clientes en potencia. Y más aún: si algún borracho causaba alboroto, si los chicos bajaban de New Monterrey dispuestos a robar, Lee Chong no tenía más que llamar, y sus inquilinos corrían en su ayuda. Y nuevas ventajas: no se puede robar a un bienhechor. Lo que se ahorraba Lee en latas de conservas y sandías representaba más que el valor de la renta. Y si las tiendas de comestibles de New Monterrey experimentaban repentinas pérdidas, eso no era asunto de Lee.

Los muchachos entraron y la harina salió. Nadie sabe quién dio nombre a la casa conocida hasta entonces por Palace Flophouse Grill. En las tuberías y bajo el ciprés no había lugar para muebles ni esos pequeños adornos que no sólo califican, sino que limitan nuestra civilización. Una vez en el Palace, los muchachos se dedicaron a amueblarlo. Apareció una silla, luego un catre y después otra silla. Una ferretería proporcionó una lata de pintura roja, y en cuanto aparecía una nueva silla o mesa, se la barnizaba, con lo cual no sólo se la embellecía, sino que se la ocultaba a los ojos de un posible dueño anterior. Y el Palace Flophouse Grill comenzó a funcionar. Los muchachos podían sentarse en la puerta y mirar la vía, el solar o las ventanas del Laboratorio, que se hallaba enfrente. Por la noche oían la música del Laboratorio. Y sus ojos seguían al doctor cuando atravesaba la calle para ir a casa de Lee Chong en busca de cerveza. Y Mack decía:

—El doctor es un buen tipo. Deberíamos hacer algo por él.