Prefacio

El arrabal conservero de Monterrey, California, es un poema, un hedor, un sonido discordante, una clase de luz, una tonalidad, una costumbre, una nostalgia, un sueño. El arrabal es una mezcla de hojalata, hierro, maderos mohosos y astillados, pavimento roto, solares cubiertos de hierba y montones de juncos, fábricas hechas de hierro acanalado, dedicadas a la conserva de sardinas, restaurantes, prostíbulos, tiendas de comestibles, laboratorios y casas deshabitadas. Sus habitantes son —como un hombre dijo una vez— «prostitutas, jugadores, alcahuetes e hijos de perra», queriendo significar con ello todo el mundo. Si el hombre hubiese mirado por otro agujero, podría haber dicho: «santos, ángeles, mártires y seres benditos», y hubiera dado a entender la misma cosa.

Por la mañana, cuando las lanchas sardineras vuelven de la pesca, los hombres entran lentamente en la bahía arrastrando sus redes de pesca y haciendo sonar sus silbatos. Los cargados botes arriban al lugar de la costa donde las fábricas de conservas hunden su cola en la bahía. La figura está bien elegida, pues si las fábricas hundiesen su hocico en la bahía, las sardinas enlatadas que salen por el otro extremo serían, metafóricamente al menos, mucho peores. Suenan los pitos de las fábricas y, en toda la ciudad, hombres y mujeres se ponen apresuradamente sus ropas y se disponen a trabajar. Luego, lujosos automóviles transportan a las clases privilegiadas: inspectores, contadores, propietarios, que desaparecen en sus oficinas. Luego vienen de la ciudad chinos y polacos, hombres y mujeres con pantalones, chaquetas de hule y delantales encerados. Van corriendo para limpiar, cortar, preparar y envasar el pescado. Toda la calle grita, gime y rechina, mientras el plateado río de sardinas sale de los botes, y éstos van emergiendo de las aguas hasta que quedan vacíos. Las fábricas gimen y se agitan hasta que la última sardina ha sido preparada y enlatada, y entonces vuelven a sonar los pitos, y los chorreantes, malolientes y cansados chinos y polacos, hombres y mujeres, salen para dirigirse a la ciudad, y el arrabal recobra su aspecto —mágico y tranquilo—. Vuelve otra vez a la vida normal. Los holgazanes que se habían retirado con disgusto bajo los negros cipreses, salen a sentarse sobre las tuberías del solar. Las chicas de Dora salen a tomar un poco de sol, si es que lo hay. El doctor sale del Laboratorio Biológico de Occidente y cruza la calle para dirigirse a casa de Lee Chong y comprar allí medio litro de cerveza. Henri, el pintor, husmea como un perro entre el montón de juncos en busca de algún trozo de madera o metal que necesita para el bote que está construyendo. Luego, la obscuridad avanza y se enciende el farol enfrente de la casa de Dora: la luz de luna que ilumina perpetuamente el arrabal. Al laboratorio llegan visitantes que quieren ver al doctor, y éste cruza la calle para ir a buscar más cerveza en casa de Lee Chong.

¿Cómo es posible aislar vivos, el hedor y el sonido discordante, la luz, la tonalidad, la costumbre y el sueño? Cuando se coleccionan especies marinas, hay ciertos gusanos aplanados tan delicados, que resulta casi imposible obtenerlos enteros, pues se rompen si se les toca. Hay que dejarlos que voluntariamente se deslicen sobre la hoja de un cuchillo y entonces transportarlos con cuidado al recipiente de agua de mar. Y quizá sea ése el modo de escribir este libro: abrir la página y dejar que los relatos se deslicen espontáneamente.