Cuando éramos niños cada instante lo vivíamos con más intensidad que ahora, por eso al recordar el pasado lo hacemos solo de momentos precisos que nos vienen a la memoria. Y hoy en día nos puede transportar a la infancia sencillamente un aroma, una melodía o una página de este libro.

Espero que este recorrido por mis recuerdos haya despertado algo en el lector.

Ha sido un puzle que cada cual puede ordenar según su propia niñez.

A uno de los capítulos lo he llamado «Los días especiales» porque la infancia estaba llena de ellos y creo que en nuestra vida de adultos debería ser igual.

Lo mágico de esa etapa es que todo era posible.

Por eso cuando soplabas las velas de la tarta o cuando veías pasar una estrella fugaz, pedías un deseo… y creías que se cumpliría.

Uno no envejece cuando cumple años sino cuando se olvida de sus sueños.

Y es que la gente no deja de creer en los deseos porque no se cumplen, sino que no se cumplen porque dejas de creer en ellos.

Pero sé que en el fondo todos daríamos lo que fuera por volver a algún momento de nuestra infancia. Por que pudiésemos revivir un solo instante.

Por que te volvieran a colgar los pies en la silla.

Por saltar en la cama.

Por montar en los caballitos.

Por que te taparan con una manta.

Por jugar a los indios.

Por chapotear en los charcos.

Por beber la leche a morro.

Por montar en un columpio.

Por plantar una alubia.

Por comer bolitas de anís.

Por jugar con la nieve.

Por que te leyeran un cuento.

Por un beso de tu madre antes de acostarte.

Por ponerte nervioso la noche de Reyes.

Por contar hormigas.

Por llevarte juguetes a la bañera.

Por aplaudir en el cine.

Por que tu padre te subiera a hombros.

Por creer en la magia.

Por creer en las hadas.

Por creer…

Pero los momentos que componen tu infancia con el tiempo se desvanecen, y al hacerte mayor descubres: Que los Reyes… no son magos. Que la cama no es el lugar más seguro del mundo. Y que Espinete no existe.

Bueno… ¿Quién sabe?