Lo mejor del verano es que en el colegio te daban dos meses completos de vacaciones. Un privilegio que solo tenían los niños y los maestros.
No había nada peor que suspender alguna asignatura para septiembre. Eso te amargaba todas las vacaciones.
Pero, en realidad, no hacía falta que suspendieses ninguna para que tus padres se encargaran de chafarte el verano. Porque para eso inventaron el libro más chungo que pueda existir: Vacaciones Santillana.
¿Nadie se dio cuenta de que la palabra «Santillana» es incompatible con «Vacaciones»? Es como si la marca Bebé sacase al mercado una línea de preservativos.
Cuando por fin colgábamos la mochila, esperando no volver a verla en mucho tiempo, las opciones más comunes que se nos presentaban para pasar el verano solían ser el campo o la playa.
Muchos nos íbamos de vacaciones al pueblo, pero había niños muy desafortunados que no tenían pueblo y que se quedaban en la ciudad sin poder disfrutar del olor a vaca.
Una alternativa para estos niños «despueblados» era ir a un camping. Para mí no había nada más impersonal y menos apetecible que ir a vivir a una comuna de domingueros en una especie de reserva forestal.
Con la llegada del calor el bañador se convertía en tu uniforme, los helados en la base de tu alimentación y la crema solar en tu segunda piel.
El calzado más habitual, sobre todo para los piscineros y playeros, eran esas sandalias de goma que hacían rozaduras en los pies. No sabías si era mejor ir descalzo y arriesgarte, o asegurarte ampollas en los dedos con aquellas sandalias.
Aunque yo era más de campo, reconozco que la playa tenía sus encantos y dejaba su huella, como la marca del bañador y el culo lleno de arena.
Todas las playas españolas de los 80 tenían algo en común, aparte de las suecas: el balón de playa de Nivea.
Ese balón hinchable azul servía de pelota en la arena y de flotador en el agua, que siempre era una alternativa más digna a ese clásico flotador con forma de cisne.
En verano uno vivía sin horarios y sin saber qué día de la semana era. Pero la señal inequívoca de que las vacaciones estaban acabando era cuando empezabas a oír a tu madre esta famosa frase:
«Qué ganas tengo de que empieces otra vez el colegio».