Ese señor gordo, barbudo, con un traje rojo y un absurdo gorro de dormir era un intruso que no tenía nada que hacer al lado de los Reyes Magos.
Para empezar, porque los reyes eran tres y a las malas le podían. Y porque en nuestro país eran mucho más queridos por los niños, ya que todos sabíamos que tres podían cargar más juguetes que uno.
Según la tradición, los Reyes de Oriente le llevaron como ofrenda al niño Jesús oro, incienso y mirra. El oro y el incienso vale, pero vete tú a saber lo que era la mirra. Aunque igual en aquella época regalarle mirra a un niño era como si hoy le regalasen una Nintendo.
A todos nos han subido a hombros para ver mejor la cabalgata de Reyes, donde tiran esos caramelos duros como piedras, que si te dan en un ojo te lo sacan. Porque, hay que decirlo, los pajes tiran a dar.
En la cabalgata no solo veíamos a sus majestades desfilando, sino también a la gente perdiendo la dignidad por un caramelo.
Yo he visto a abuelas que abrían el paraguas al revés para poder coger más.
«Me lo pido» eran las palabras mágicas que hacían que en Reyes se cumplieran tus deseos.
En mi época, los anuncios de juguetes en televisión tenían que indicar con un rótulo si el juguete costaba más de 5000 pesetas, para que tus padres apagasen el televisor o distrajesen tu atención antes de que se te antojase semejante lujo asiático.
A veces los Reyes venían pobres, y en lugar de traerte lo que tú habías pedido, traían algo parecido pero más barato; es decir, el plagio o la versión cutre del juguete original.
Siempre había un año en que, junto a los regalos, te encontrabas un saquito con dos trozos de carbón.
No era raro encontrarse con chascos como estos. Tú te pedías El Imperio Cobra y te traían El Reino Cobra.
Tus padres, antes de que te disgustases, te aclaraban la broma diciéndote: «Tonto, que es carbón dulce».
Y tú: «¡Andaaa, qué guay! Claro, ¿quién quiere una bici pudiendo chupar una piedra?».
Es verdad que el 6 de enero era un día mágico, pero no tanto como la noche anterior, en la que te acostabas emocionado, esperando despertarte para ver qué te habían dejado bajo el árbol.
Y es que, como siempre, el día mejor es el día de la víspera.