«No comas tantos dulces que se te van a caer los dientes» era la frase con la que a los niños nos querían convencer de que no comiéramos chuches.
Pero, por otro lado, te contaban lo del ratoncito Pérez, que te dejaba cinco duros cada vez que perdías un diente, y tú decías: «Vamos a ver… ¡Poneos de acuerdo ya!».
Porque echabas tus cuentas, y, claro, te salía rentable.
¿Para que querría un ratón tanto diente?
Como los que se te caían eran los llamados «dientes de leche», igual los empleaba para hacer queso.
La imagen de un ratón subiendo a tu cama y metiéndose debajo de la almohada para llevarse un diente no era muy agradable por mucho dinero que te dejara.
Tú, por si acaso, dormías con la boca cerrada, no fuese que el roedor viniera sin cambio.
Te pasabas la infancia en una encrucijada sin solución. No querías quedarte sin dientes, pero querías una moneda y también querías comer golosinas.
¿Qué hacer ante semejante dilema? Pues, como siempre, lo que nos daba la gana. Y teníamos que escuchar de nuestra madre cosas como:
—Algún día me agradecerás que te dé verdura para comer, no como esos padres irresponsables que alimentan a sus hijos solo con dulces y chucherías.
—¿Que hay padres que alimentan a sus hijos con chucherías?
¡Preséntamelos!
Y es que los adultos se pasaban el día diciéndonos qué hacer y sobre todo qué no hacer.
Qué razón tenía Espinete cuando decía: «¡Los mayores son un rollo!».
La constante de nuestros padres siempre fue persuadirnos de no hacer lo que más nos gustaba, y la frase con la que he empezado este capítulo: «No comas tantos dulces que se te van a caer los dientes» con los años fue sustituida por otra de idéntica estructura:
«No pases tanto tiempo encerrado en el baño que te vas a quedar ciego».