Todos nuestros vicios tienen su origen en la infancia. Y es que nuestras primeras orgías de perversión y desenfreno eran las fiestas infantiles de cumpleaños.
Nuestro lema era: «Sexo, drogas y Enrique y Ana».
Que, igual no había sexo… Pero había pajitas…
Bueno, pajitas y de todo: Panchitos, Fritos, Triskis, Chasquis, Crujis… ¡Aquello era una merendola tóxica!
Y es que drogas había… para tumbar a Don Pimpón.
O si no, ¿qué narices era el Pica pica?
Quizá tampoco había alcohol… pero había botellón de Pitusa Cola.
La Pitusa Cola era legendaria. Tú ibas al supermercado y estaba la estantería de la Coca-Cola, la Fanta, etc. Pero, al fondo, estaban las marcas baratas: La Pitusa Cola, la Infanta Naranja…
Y es que a saber qué tenía aquello. Porque tú cogías la botella y ponía: Pitusa Cola. Ingredientes: Pitusa… y Cola.
Todos hemos hecho la guarrada de untar los gusanitos en el refresco… pero con la Pitusa Cola había que tener cuidado… porque lo untabas y se desintegraba, y si no tenías cuidado te quedabas sin dedo.
Las canciones que escuchábamos en aquellos cumples eran Hardcore… Eran duras, duras…
«Cuando era pequeña su mamá se fue, y de tristeza llora en un rincón… Co co gua gua. Co co gua gua. Co co co co guaaaaa.»
Claro, ¡había que estar borracho para divertirse con esas canciones…!
Los mayores ya intuían que algo se «cocía» en las fiestas de cumpleaños. Y la tarta, en realidad, era una prueba de alcoholemia.
—¡Sopla, hijo, sopla!
Con las tartas ocurría una cosa muy curiosa: teníamos la sensación de que en todos los cumples era la misma…
Daba igual que fueran de nata o de chocolate… Todas sabían a lo mismo… ¡A cera!
Y pillabas un colocón…
Por eso luego jugábamos a la piñata completamente ciegos.
Y cómo nos gustaba provocar a los mayores… Quién no recuerda aquellas chocolatinas con forma de cigarrillo.
Siempre había algún adulto que se quería hacer el gracioso y te preguntaba:
—Pero, niño, ¿qué haces fumando?
Y se quedaba a cuadros cuando le respondías desafiante:
—Si no es tabaco… es chocolate.
Aquello era una fiesta de macarras, solo nos faltaba el tatuaje, que no había, pero lo que sí teníamos… eran calcomanías.
Nos encantaba pegarnos esos cromos a base de saliva. Retirabas con cuidado el papelito, ¡pero siempre se rompía un trozo! Y encima a los dos días el dibujo empezaba a borrarse a cachos, quedando unos pellejos asquerosos… ¡Y te pasabas una semana luciendo a la abeja Maya con gangrena…!
Había niños que llevaban todo el brazo lleno de calcomanías: Heidi, Pedro, Clara y el abuelo. Era por tener la colección… Algunos decían: «A ver si este verano pego un estirón para que me quepa Niebla».
Cuando acababa el cumple, los restos siempre eran los mismos que los de cualquier otro fiestorro: varias botellas vacías y cuatro «globitos» tirados en el suelo.
Y después de todo esto, por fin entenderéis por qué siempre teníamos una tía que siempre nos regalaba unos calzoncillos… Por si al final de la fiesta no encontrábamos los nuestros.