Cuando los caramelos eran algo que se chupaba hasta desgastarse y que al morderlos y sentir que algo se partía no tenías claro si se trataba del caramelo o de un diente, aparecieron en nuestra vida los Sugus.
Unos caramelitos con aspecto y tamaño de baldosines de piscina, que eran blanditos y jugosos como un chicle, pero que te podías tragar sin miedo a la muerte.
Es cierto que ese miedo ya lo perdimos con las gominolas, que a día de hoy nadie sabe de qué están hechas, pero no parece importarnos. Cuando examinamos una, pensamos:
«Bueno, si es elástica y de color verde, no puede ser mala».
¡Y te las comes!
Es que nos llevamos cualquier cosa a la boca…
Pero había unos caramelos que el comértelos ya implicaba el uso de otra parte del cuerpo aparte de la boca: los caramelos de toffee, esos de café con leche.
¿Alguien puede comerse uno… sin usar el dedo?
¡No puedes!
Primero intentas disimuladamente despegártelo del paladar con la lengua. Pero acabas usando el dedo. O si hace falta, ¡hasta el DNI!
Pero los Sugus eran diferentes. Tenían la textura perfecta, se masticaban con facilidad y estaban riquísimos.
Los había, y los sigue habiendo, de varios colores.
Y a cada color le correspondía un sabor:
Color rojo, sabor fresa.
Color amarillo, sabor limón.
¿Color azul…? Pues sabor a piña… Todo el mundo sabe que es el color típico de esa fruta.
Estos caramelos alicataron nuestras tardes e hicieron que nuestra infancia fuese un poco más colorida y sobre todo mucho más dulce.