Todos nacemos mamíferos, pero desde que probamos el primer chicle nos volvemos rumiantes.
«No te tragues el chicle porque es muy peligroso», solía decirte un adulto mientras él se fumaba un cigarrillo.
Una estadística muy popular en nuestra época decía: «Nueve de cada diez dentistas recomienda un chicle sin azúcar».
Pero de niños nos aferrábamos al criterio de ese dentista que no lo recomendaba.
Porque cuanto más azúcar mejor.
Junto con la marca Bazooka, los chicles Dunkin fueron los más populares de los años 70 y se hicieron muy famosos gracias a las pequeñas figuritas monocromáticas que regalaban. Pero atención que los fabricaba la casa Gallina Blanca y esto seguro que creó más de un desagradable despiste a la hora de metérselos en la boca.
Aunque la primera marca que yo recuerdo era Cheiw Junior, un chicle que estaba muy rico y que desapareció para siempre.
Luego fueron llegando otros, como Boomer o Bang Bang, que te hacían salivar tanto que corrías el riesgo de deshidratarte.
Había dos sabores clásicos: fresa y menta. Y luego se dio un paso más con los sabores fresa ácida y clorofila.
Con el tiempo, llegaron a hacer chicles con todo tipo de sabores, algunos era imposible adivinar de cuál, porque no se parecían a nada que hubieses probado en tu vida y por lo poco que duraba el sabor en la boca.
Y es que los chicles se valoraban según tres cosas: la duración del sabor, la calidad de los globos que hacías con ellos y el cromo que venía dentro del envoltorio.
Es cierto que de todos los chicles digamos exóticos, el de aroma más marcado que se olía a cinco metros de distancia y que a mí me encantaba era el chicle de sandía.
En los 70 y 80 fueron muy populares los chicles Niña. Un curioso caso de chuchería sexista que intentaba fomentar aún más las diferencias de género desde nuestra más tierna infancia.
Y luego estaba el chicle Cosmos, un chicle para auténticos gourmets. Ya el nombre era lo más, pero es que encima era de color negro, sabía a regaliz y venía envuelto en un papel plateado. ¿Se le puede pedir más a un chicle? Yo creo que no.
Masticar chicle era una pose de rebeldía. Y los más macarras se atrevían a masticarlo en clase, aun sabiendo que eso les costaría un castigo.
¿Y dónde acababan todos esos chicles si no te los podías tragar? Pues pegados en el cementerio de chicles más popular: debajo del pupitre.
Con el paso del tiempo aún medito sobre una frase: «Se mastica, pero no se traga». Era la única instrucción que te daban cuando probabas un chicle por primera vez.
Y ese fue quizá el mejor consejo que nos dieron de pequeños para desarrollar un sano escepticismo.
Un consejo que deberíamos aplicar cada día al leer según qué noticias en los periódicos.
Se mastican… pero no se tragan.