Siempre he pensado que el quiosquero era un hombre con un carisma increíble, porque conseguía vendernos cada birria…

Por ejemplo, esas caretas de cartón, con una gomita elástica grapada a los lados que se rompían siempre y te delataban.

Tenían dos agujeritos recortados para mirar por los ojos… ¡Que estaban siempre muy juntos! O sea, que veías por uno o veías por otro, pero nunca nadie vio por los dos a la vez.

Bueno, el Dioni sí…

Además, tú realmente creías que ibas de incógnito con aquellas caretas.

Yo, por ejemplo, un día me compré una de robot del espacio, me la puse y fui a mi casa perfectamente caracterizado: con mi careta de robot y mi chándal del colegio, ese de color azul marino con unas rayas verticales blancas en cada pierna.

Y creía que, al llegar, mi madre iba a decir:

—¡Maldito monstruo del espacio! ¿Qué has hecho con mi hijo…? ¿Y por qué le has robado el chándal?

Las de cartón eran las más baratas, pero luego había otras más caras (de ahí su nombre) que eran de plástico con relieve, con las que sudabas como un cerdo y que tenían un perfil afilado y cortante. Con esas caretas había que tener cuidado porque si te la colocabas mal, igual te iba a hacer falta una careta para el resto de tu vida.

El concepto de tener otra cara y de no ser reconocido era una idea que nos fascinaba. Pero, como casi todo en nuestra infancia, por una cosa o por otra, acababa resultando frustrante.

Hay gente que, al crecer, acaba desarrollando otra cara para aparentar lo que no es. Pero, al igual que de niños, tarde o temprano la gomita acaba saltando.