«Leche, cacao, avellanas y azúcar.» Así, tal cual, comenzaba el conocido anuncio.
Lejos de guardar la fórmula secreta de sus ingredientes, como hacía Coca-Cola, Nocilla la gritaba a los cuatro vientos.
Quizá les faltó añadir «… y colorantes y conservantes…», pero seguramente no lo hicieron para no descuadrar la métrica de la cancioncilla.
Aunque no hubiese afectado lo más mínimo a su venta, porque estaba tan, tan rica, que yo creo que aunque el eslogan hubiese sido: «Petróleo, serrín, alcaparras y azufre… No-ci-llaaa», nos la habríamos comido igual.
Muchos intentaron plagiarla. Pero, a pesar de la transparencia de su receta, nadie consiguió igualarla.
Pralín, de la marca Zahor, fue quien casi lo consigue, pero muchas otras marcas perecieron en el intento. Incluso hubo una que tuvo que recurrir a poner dibujos de conocidos personajes en su tapa, pero ni por esas.
La lucha por ganar en ventas llevó a las marcas a reinventarse y sacaron la Nocilla de dos colores, blanco y negro. Esta tuvo bastante acogida, pero luego se les fue de las manos y llegaron a sacar Nocilla rosa, que duró bastante poco porque más de un niño sufrió extrañas mutaciones, aunque esto último nunca salió a la luz.
Nocilla pasó por varios envases a lo largo de sus diferentes épocas. Todos ellos decorados con una pegatina en la que siempre aparecía un niño rubio de cara acartonada a punto de dar un bocado a una rebanada de pan de tamaño monstruoso.
Pero, sin duda, el envase más popular fue el del vaso de cristal, que las madres reciclaban.
Mi madre llegó a formar una vajilla completa de vasos de Nocilla.
Me pasé la infancia bebiendo agua mientras leía en el fondo del vaso un relieve que decía: NUTREXPA.
Y claro, lo quieras o no, eso se te queda en el subconsciente.
Yo creo que esto explica por qué, hoy en día, cuando voy al supermercado y paso por el estante de la Nocilla, comienzo a salivar como un maldito perro de Pavlov.