Ir al cole todos los días era un martirio para todos los niños, pero en mi caso llegaba a extremos de tortura china, porque, aparte del chirrido de un tenedor sobre un plato de loza, no hay nada que me pueda dar más dentera que una tiza escribiendo sobre una pizarra mal encerada.
Y eso lo vivía cada día en clase.
Cuando me tocaba salir a escribir a la pizarra, era complicado no hacer ese espantoso sonido, pero más complicado aún era mantener la caligrafía paralela al marco, porque enseguida los renglones empezaban a torcerse hacia abajo, sobre todo si tenías que empezar desde arriba y el brazo se te iba cansando.
Además, las tizas, eran el proyectil que los profesores empleaban para llamarte la atención.
En mi clase la pared estaba llena de puntos blancos como si fueran las marcas de bala de un tiroteo.
Los más brutos te lanzaban el borrador a la cabeza y te ibas a casa magullado y canoso.
Pero esos palitos de mal rollo también proporcionaban pequeños placeres, como el hecho de coger una tiza larga y partirla en dos dando con ella un golpe seco en la repisa de la pizarra.
Había dos tipos de tiza: las de sección cuadrada y las de sección cilíndrica. Estas últimas eran también de colores y más difíciles de borrar. Y esto nos lleva a una pregunta a la que nunca supimos responder:
¿Cuántas veces había que pasar el borrador por la pizarra para que quedase completamente limpia?
Nadie lo supo y nadie lo sabrá jamás, el enigma permanecerá para siempre, porque hoy en día los oscuros encerados verdosos y sus tizas han sido sustituidos por las inmaculadas pizarras Veleda, más elegantes, más seguras… y más insulsas.