De todas las golosinas raras que poblaron nuestra infancia, las más extrañas fueron las gomas de borrar con olor a nata.
De acuerdo, no eran una chuche, pero todos nos hemos comido alguna.
Ponían olores atractivos para que nos zampáramos el material escolar.
Y es que, de todas las cosas que llevábamos en el estuche, la goma de borrar era el elemento que más sufría un visible deterioro, bien porque se iban consumiendo o bien porque se iban manchando hasta límites que, en lugar de borrar, pintaban.
Las gomas de borrar sufrían mucho, y a nadie ha parecido importarle.
Sacaron gomas con formas de animalitos, a los que ibas mutilando poco a poco cada vez que te equivocabas al escribir.
Pero si había una goma que tenía una vida realmente fugaz era esa tan pequeñita que coronaba algunos lapiceros. ¿Para qué ponían esa birria de goma? ¿Tanto confiaba el fabricante en nuestra caligrafía?
Aunque tengo que decir que sin duda una de las mayores estafas de nuestra época escolar era…
¡La goma de borrar boli!
Esa que era como una lija del 15.
¡Claro que borraba el boli…! Y el papel, y el pupitre… y si te descuidabas te borraba hasta el dedo.
Yo tengo un amigo que se fugó de clase frotando en la pared con la goma de borrar boli.
Jamás se supo de él… ni de su goma.
Cuando ya nos habíamos acostumbrado a todas las virtudes y carencias de este objeto imprescindible en todo pupitre, un buen día surgió el Tipp-Ex, un invento infernal que vino para acabar con las gomas de borrar y hacerlas desaparecer también a ellas.
Pero, a pesar de todo, siempre recordaremos con cariño esos pequeños objetos blanditos que nos ayudaban a rectificar una y otra vez.
Porque cuántas veces en nuestra vida de adultos hemos echado de menos tener una goma de borrar con la que poder corregir nuestros errores.