Los bolis Bic eran los más usados por los niños españoles. Bueno, por los niños, los fruteros, los pescaderos…

Eran los bolígrafos del pueblo.

El de color azul era el más común y era con el que rellenabas tus cuadernos y te apuntabas cosas en la mano.

Y el más temido era ese boli Bic de color rojo con el que el profesor corregía tus trabajos y exámenes.

No podemos olvidar que escribir con boli era el siguiente paso a hacerlo con lápiz. Era un símbolo de madurez. Ibas sin red, ya no podías equivocarte.

Es cierto que estos bolígrafos explotaban a menudo y te dejaban la mochila, la camisa o el pantalón hechos un test de Rorschach, pero eran de la familia. Si de repente dejaban de pintar sabías que la solución era frotarlos contra algo o echarles el aliento en la punta, y listo.

Pero es que los Bic, además de escribir, nos proporcionaban horas de diversión. Había un deporte en clase que era conocido como «capar» el tapón, que consistía en partir el capuchón colocándolo entre los dedos y dándole un golpe seco.

Y, por supuesto, el más común era quitarle la mina y el taponcito de atrás para tener tu propia cerbatana y lanzar granos de arroz a diestro y siniestro.

Hoy en día los capuchones tienen un orificio superior para evitar que alguien se asfixie si se lo traga. Pero en nuestra época no lo tenía. Se ve que sobraban niños en España.

Que el material escolar te marca es indudable. Además te marca de forma literal. De hecho, nuestro primer piercing nos lo hacemos en el colegio.

Porque ¿quién no se ha grapado nunca un dedo…?

Pero en lo que más nos marca es en nuestra condición social.

Porque en clase siempre había un niño odioso que tenía lo mejor y lo más caro.

Había uno en cada clase. Los repartían así para equilibrar.

En mi clase ese niño repelente, al que nadie ofrecía nunca un gusanito, era Mario.

Yo le odiaba a muerte. Siempre iba perfumado, repeinado y con una sonrisita que era un insulto.

Tú llegabas un día a clase, todo contento, con tu flamante sacapuntas metálico de dos agujeros y le decías:

—Mira, Mario, es metálico. Esto no se rompe en la vida. Y no tiene uno, ¡tiene dos agujeros!

Y sin apenas inmutarse, Mario sacaba un sacapuntas de colorines chulísimo, con forma de Mickey Mouse, al que había que sodomizar para sacar punta a las Plastidecor.

Y tú, lleno de odio y de inquina, sacabas tu boli Bic de cuatro colores.

Que siempre me he preguntado: ¿cuatro colores para qué?

Vale, el azul para escribir, el negro para subrayar y el rojo para corregir… pero ¿para qué servía el verde?

¡Para dar envidia!

—Mira, Mario, no tiene uno, ¡tiene cuatro!

Y entonces Mario, mirándome por encima del hombro, sacaba su boli de diez colores, que era como una morcilla de Burgos, y encima decía con un tono repelente:

—Es tan grande que no me cabe ni en el estuche de dos pisos… no sé dónde lo puedo meter…

—¡Pues aprende de Mickey Mouse…!

Por eso pienso que para acabar para siempre con las diferencias sociales del mundo todos deberíamos ir a clase con el mismo material escolar.

Todos con boli Bic; al fin y al cabo era el boli de la clase obrera. Y así todos seríamos iguales.

Pero ya sé que no. Porque tengo que asumir, por mucho que me duela, que aunque todos usemos Bic, el Bic Naranja de Mario siempre escribirá fino y mi Bic Cristal siempre escribirá… normal.