En el cole, el momento más esperado del día era el del recreo.
No importaba cuánto durase, porque siempre se nos hacía corto.
En mi colegio el final de este descanso nunca lo marcó una campana, sino el pitido de un silbato.
Ese era, junto con el del despertador, el sonido que más odiaba.
Salíamos al patio enloquecidos, dispuestos a darlo todo.
Cada cual salía disparado en una dirección para practicar su juego favorito y siempre se formaban varios grupitos de niños con afinidades.
Estaban los empollones, los macarras, los deportistas, los marginados…
Algunos se divertían por su cuenta y otros, a costa de alguna pobre víctima.
Era la ley de la cárcel; solo los fuertes sobrevivían.
Los juegos de patio se dividían en dos grupos: los estáticos y los dinámicos.
Al primero pertenecían las tabas, los cromos, las canicas o «los catetos», que es como se llamaban en mi colegio a los juegos de cartas de familias.
Y en el segundo grupo estaban «El escondite», «Tú la llevas», «Un, dos, tres, toca la pared» y el más peligroso de todos: «Chorro, morro, pico, tallo, qué».
Yo las dos veces que he jugado a este juego he llegado a casa magullado y con olor a Reflex.
Es curioso que los juegos de niñas pertenecían a ambos grupos a la vez, porque ellas se movían pero no se desplazaban. Como, por ejemplo, cuando jugaban a la goma o a la comba.
Es decir que los niños se movían en horizontal y las niñas en vertical.
Cuando había que decidir algo al azar en un juego, se hacía una rifa.
El grupo de amigos se colocaba en círculo y uno rifaba para decidir al azar a quién le tocaba «pillar», «contar», «correr», «esconderse» o lo que hubiera que decidir en ese juego.
Pito-pito-gorgo-rito-donde-vastu-tanbo-nito-ala-acera-verda-dera-pim-pan-fuera.
Pero las rifas tenían una pega, y es que el que rifaba podía amañarla con facilidad.
Por ejemplo, si veías que la rifa acababa en ti y no querías que te tocase, siempre podías recurrir a alargar la última palabra hasta que te conviniese:
«Pim-pan-fue-e-era».
En el patio se escuchaban a menudo frases como:
«Chiqui, chaca, estoy en casa» o «No entro en baza, calabaza».
Eran una especie de palabras mágicas que al pronunciarlas te daban inmunidad.
Ojalá de adultos fuese tan sencillo librarse de algo solo con pronunciar una frase así.
—Está usted condenado por malversación de fondos del Estado.
—«No entro en baza, calabaza».
Bueno, ahora que lo pienso, creo que a más de uno sí le ha funcionado…
Aunque había una frase que era la más alta expresión de la solidaridad y del compañerismo:
«Por mí y por todos mis compañeros».
Pero sin duda el juego estrella, a lo que jugaba la gran masa de alumnos, era el fútbol.
Atravesar el patio era como estar en la guerra. Aquello era un fuego cruzado de balones de los muchos partidos que se jugaban simultáneamente.
Además, mi cabeza parecía tener un potente imán para atraer todos los balones del patio.
Yo nunca jugué al fútbol; ya desde pequeño dedicaba los recreos a preparar obras de teatro con mis amigos.
Si lo pensamos bien, el mundo no deja de ser un gran patio de colegio, en el que hay líderes y seguidores, abusones y solidarios, valientes y cobardes.
Y algunos tenemos la tremenda suerte de poder seguir jugando a lo que siempre nos gustó.