Había una expresión de antaño para decir que algo duraba muy poco que era: «Dura menos que un caramelo a la puerta de un colegio».
Y si ese caramelo tenía droga dentro, como solían advertirnos las madres, duraría menos aún.
Pero esos tiempos ya pasaron y habría que actualizar la expresión diciendo: «Dura menos que la tinta de un rotulador».
Porque quienes los hemos usado sabemos dos cosas: que si los dejabas abiertos se secaban y que si rellenabas un dibujo entero con un solo color se gastaba.
Había cajas de 12, de 24 y de 36 colores. Imagino que los niños que tuvieron la caja grande hoy en día serán pintores de renombre y expondrán en Arco.
Yo tenía la normal, la de clase media: la de 24.
Y con estos «rotus» o «retus», como los mal llamábamos, descubrí por primera vez en mi tierno pellejo lo que es la estafa, porque ponía: «Caja de 24 colores». ¡Y era mentira! Había solo 23, porque uno era blanco y no pintaba.
Algún ingenuo dirá: «Es que igual era para pintar sobre superficies oscuras…».
Mira, no. Tú hacías una raya blanca sobre una cartulina negra y es como si la raya se la hubiera hecho Maradona. No quedaba ni rastro.
Además, en el cole, en la clase de pretecnología, nos enseñaban que cuando se mezclaban colores básicos se obtenían otros diferentes, es decir, azul con amarillo, salía verde; azul con rojo, salía morado…
Pues hay que decir que con los rotuladores daba igual qué color mezclases, porque el resultado siempre era el mismo: ¡caca! ¡Color caca!
Sin embargo, los rotuladores que me hicieron feliz durante muchos años, porque aunque se gastasen aún podías seguir jugando con ellos, eran unos con forma de ratón, y uno especial con forma de gato que en teoría los borraba. Esto ya era lo más.
Pero no quiero acabar sin decir algo a favor de los rotuladores convencionales. Y es que había un momento en el que descubrías el modo de que los colores durasen mucho, pero mucho tiempo: cuando te manchabas las manos con ellos.