Ellos eran quienes mandaban a los más pequeños a la cama porque acababa el horario infantil y comenzaba la programación solo para adultos, que debía de ser de traca.
En la pantalla aparecían dos rombos, que eran el indicador que advertía a los padres que el contenido de ese programa o película no era apto para menores.
Esta idea de mandarnos a dormir desde la televisión continuó durante años con diferentes personajes de desigual éxito, como Los Televicentes en los 70, que eran unos dibujos feísimos con la cabeza cuadrada por haber visto demasiada tele, o Casimiro en los 80, un monstruo peludo de color rojo y voz de cazallero. Pero nunca superaron en éxito a esta troupe de críos y a su pegadiza sintonía.
Te decían de niño:
—¡Vamos, a la cama!, que ya ha salido Casimiro.
Y tú pensabas: «Pues que se dé una vuelta».
¿Qué les hacía pensar que si no querías hacerles caso a ellos, que eran tus padres, se lo ibas a hacer a un felpudo con patas?
Pero los dibujitos de la familia Telerín tenían el encanto especial que siempre conseguían los Estudios Moro, creadores también de la calabaza Ruperta del concurso Un, dos tres, responda otra vez.
Fueron tremendamente populares y con su imagen sacaron de todo: discos, tebeos, muñecos y el más variopinto merchandising.
Mi espectáculo de Espinete no existe ha terminado cada noche con la proyección de ese mítico clip en el que cantaban: «Vamos a la cama que hay que descansar…», y el público se va del teatro de lo más feliz, mientras para mí comienza la programación «solo para adultos».