Una buena tarde de domingo, se coló en nuestras teles la serie japonesa de una niña a la que los ojos le ocupaban tres cuartos de la cara: Candy, Candy.

Cada vez que Candy lloraba, subía el nivel del mar.

Ni se molestaron en traducir la canción de la cabecera, de la cual únicamente entendíamos: « Caaaandy».

Igual los japoneses en esta canción se estaban cagando en nuestros muertos y nosotros encima tarareándola.

Candy era una niña criada en un orfanato de monjas.

Fue adoptada por una famila rica y ahí empezó la movida.

El amor de Candy era Anthony, un chico rubio por el que bebía los vientos y al que ella llamaba su «príncipe de la colina».

Pues bien, tras soportar los llantos de esta niña, un día sí y otro también, debidos al mal de amores que sufría por este muchacho, un día, de repente, atención que voy a hacer un «spoiler» para la gente que no vio la serie, Anthony se cayó del caballo y se mató.

¿Para qué quieres más? A la niña empalagosa en lugar de un pañuelo le tuvieron que dar una fregona para secar sus lágrimas. A ella y a la mitad de las madres de España que seguían con sus hijas aquel culebrón.

Aunque también es verdad que el disgusto le duró dos días, porque en un par de capítulos ya estaba flirteando con otros chicos y tuvo un romance con Terry, el rebelde del internado.

Sacaron cromos y tebeos de esta chiquilla casquivana y un poco ligerita de cascos. Claro ejemplo de lo que les ocurría a las niñas que se pasaron la infancia en un colegio de monjas.