Para un niño que venía de tragarse culebrones lacrimógenos como Heidi o Marco esta serie supuso un shock ante un concepto y una imagen tan brutal.

Un chico adolescente, típico hermano mayor, conducía un robot gigante indestructible que luchaba contra otros robots monstruosos y malvados a las órdenes del Doctor Infierno, que ya el nombre era lo más, empeñado en dominar el mundo con su secuaz el Barón Ashler, que era una suerte de transexual mitad hombre, mitad mujer.

Por si esto fuera poco, el robot gigante tenía una novia, también robot, que lanzaba sus pechos a modo de misiles.

Pues sí. Todo esto y mucho más era Mazinger Z, la serie que revolucionó los mediodías de los sábados.

En esta serie molaba todo: el título, los dibujos y la sintonía, tanto en japonés como en castellano, cantada por alguien que se parecía mucho a Raphael.

Pero por encima de todo nos fascinaban los robots. Enormes brutos mecánicos que sucumbían ante el «fuego de pecho» de Mazinger.

En cuanto escuchábamos en la tele «Planeador abajoooo» soltábamos la cuchara sobre la mesa y corríamos ante la pantalla a por nuestra dosis semanal de hierro y violencia.

Pero el resto de la semana la fiebre continuaba y se desataba en los patios de los colegios, donde ya únicamente se oía «Puños fueraaaaaa» y donde intercambiábamos los cromos más preciados de la serie.

Pese a lo que se pueda pensar, este puño era un juguete.

Esta serie fue la primera de un género de dibujos con robots futuristas, pero siguieron sus pasos otras como La batalla de los planetas, que se conocía por la chiquillería de la época como Comando G, y más tarde la recordada Ulises 31.

Los robots siempre nos han parecido cosa del futuro. Nos imaginábamos que en el año 2000 el mundo estaría dominado por las máquinas… y en cierto modo no nos equivocamos.