La tele de nuestra infancia estaba salpicada de dibujos animados, que nos hacían más llevadera la merienda y nos entretenían cuando ya estábamos hartos de ver, una y otra vez, a nuestro Ibertren dar vueltas.

Casi todos esos dibujos eran de Hanna-Barbera, la productora americana de dibujos animados más prolífica de la televisión.

Suyas son tiras animadas que todos recordamos, como:

Maguila Gorila, El lagarto Juancho, Leoncio el león y Tristón, La tortuga Dartagnan, El pulpo Manotas, Pepe Pótamo, La hormiga atómica, Los autos locos, El oso Yogui, Don Gato, Scooby Doo… Y su mayor éxito: Los Picapiedra, que fueron sin duda los antepasados directos de Los Simpson.

Pero de todos estos personajes mis favoritos siempre fueron Pixie y Dixie, dos ratoncitos, uno cubano y otro mexicano, que hacían la vida imposible a Jinks, un gato con un marcado acento andaluz.

Era genial ver cómo se perseguían por la casa mientras el fondo dibujado se repetía una y otra vez, con lo cual deducías que el dueño de la casa tenía una mansión enorme, con un gusto decorativo muy monótono, o que estaban corriendo en círculo.

Una cosa que era característica de todos estos dibujos es que el doblaje se hacía en México y nos acostumbraron a escuchar expresiones como: «Qué bueno que viniste», «Parecés disgustado, no te enojes», y todos se trataban de usted.

Gatos y ratones siempre han tenido una buena química en la pantalla. Se hacían la vida imposible pero eran inseparables.

Nos gustaban tanto porque quizá nos sentíamos identificados con los ratones, continuamente azuzados por los gatos, que serían nuestros padres.

La imagen del ratón perseguido por toda la casa nos era familiar, ya que era un fiel reflejo de tu madre persiguiéndote con la zapatilla.

Y ocurría igual que en los dibujos: aparentemente se llevaban mal, pero en el fondo se querían.