Nunca entendí por qué un fabricante quiso dar a su detergente un toque histórico. ¿A quién se le ocurrió poner ese nombre a un producto para la ropa?
Colón. ¿Qué era? ¿El detergente de los descubridores?
—¿Tú lavas con Ariel?
—No, hija, no. En mi casa cada colada es un homenaje al descubrimiento. Lavo la ropa con Colón y luego la cuelgo con «los pinzones».
Además, este nombre llevaba a confusiones históricas, porque yo de pequeño pensaba que Colón era músico.
Decía mi madre:
—Hijo, trae el tambor de Colón.
Y, claro, yo convencido de que era percusionista.
Pero, más allá del nombre o de la eficacia del producto, lo que lo convirtió en icono de una generación fue la utilidad de su envase.
Un gran bote cilíndrico de cartón con su tapa y su asa hacían de él la caja perfecta para guardar aquellos juguetes que jamás la tuvieron, o que la tuvieron pero duró lo justo.
En ese bote convivían en perfecta armonía piratas, dinosaurios, pitufos y astronautas.
Y es que, pese a sus diferencias, todos tenían algo en común que los hermanaba: un inconfundible y penetrante aroma a detergente.