En los ochenta, todo aquello que fuese electrónico nos llamaba la atención. Y si era un juguete, ni te cuento. Era como si el futuro estuviese al alcance de nuestras manos.
Y si ese juguete además tenía luces de colores, emitía sonidos extraños y su diseño se parecía al de un platillo volante, entonces era para vomitar de la excitación.
Pues eso era el Simon. Lo más parecido a una computadora sideral a lo que podíamos aspirar a tener en casa, aparte de la yogurtera de tu madre (véase el capítulo «Los yogures»).
Encima la maquinita con nombre de vino barato te desafiaba poniendo a prueba tu memoria… y ganaba.
Esas combinaciones de colores luminosos y zumbidos melódicos no podían ser solo un entretenimiento.
¿Tanta tecnología punta al servicio de un simple juguete? Yo no lo creo. Ese aparato tenía otro objetivo.
La auténtica verdad fue silenciada desde entonces por los medios y por el gobierno.
Si conseguías repetir la última secuencia cromática del nivel alto, el Simon lanzaba una señal directa al espacio y naves alienígenas se pondrían en contacto con el emisor.
Pero, claro, eso solo estaba al alcance de unos pocos críos: los superdotados y los que tenían déficit de atención en su casa.
Resulta obvio que Spielberg lo sabía, y seguramente esté detrás de todo esto.
¿Consiguió alguien establecer encuentros en la tercera fase?
No puedo dar más información sin poner mi vida en peligro.
Solo os diré que algunos de esos niños hoy están en la NASA y otros en la clínica López Ibor.