No había nada más triste que una mañana de Reyes en la que al abrir los regalos y desenvolver ese juguete, que llevabas todo el año esperando, de repente parecía no funcionar… porque no tenía pilas.
Aún recuerdo la frustración que me producía leer en la caja el maldito rótulo de PILAS NO INCLUIDAS.
Por eso, en nuestra época, la tienda del barrio que finalmente nos proporcionaba la diversión no era la juguetería, sino la ferretería.
Cuando éramos niños, las pilas no eran tan manejables como ahora… Las pilas de entonces eran enormes. Unos cilindros grandes y pesados que si te caían en un pie te lo destrozaban.
Y también estaba la clásica petaca cuadrada con las dos pestañas, larga y corta, que los más atrevidos se acercaban a la lengua para ver si estaba cargada y de paso experimentar nuevas sensaciones.
Los coches teledirigidos o los robots que andaban eran juguetes inútiles sin su pila adecuada, hasta que descubríamos que había una energía más poderosa que la electricidad: la de tus propias manos.
Los niños siempre se han sentido atraídos por la electricidad como las moscas por la luz.
Desde que vamos a gatas solo tenemos un objetivo en la vida: meter los deditos en los enchufes. Y esa obsesión por tapar agujeros nos durará toda la vida.
También había juguetes que funcionaban conectándolos a la red eléctrica, como el Scalextric o el Ibertren, que si los tenías funcionando mucho rato empezaban a oler a chamusquina.