«Cine Exin. El cine sin fin», decía el anuncio, y nada más lejos de la realidad. La cosa se acababa en cuanto se gastaban las pilas o en cuanto la cinta de celuloide se rompía, que era casi siempre.

El eslogan venía a cuento porque una vez acabada la película, que no duraba más de un minuto, volvía a empezar y podías entrar en un bucle en el que acababas odiando a la Pantera rosa, a Tom y Jerry o a Piolín, aunque este último ya era odioso sin ayuda de ningún juguete.

Hubo dos modelos diferentes. El primero y original fue el de color naranja, en el que había que instalar con cuidado la bobina de celuloide.

Viendo que la torpeza de los niños españoles era un problema para el correcto visionado de la cinta, sacaron un segundo modelo de color azul en el que las películas venían en un cartucho mucho más fácil de instalar.

Pero el resultado era prácticamente el mismo.

En ambos había que dar a la manivela hacia delante o hacia atrás si querías ver cómo el pato Donald retrocedía sobre sus pasos librándose de una caída, para, a continuación, volver a acelerar la manivela y precipitar al pobre pato hacia un destino del que nadie podría librarle.

Fue nuestro primer YouTube porque podías elegir qué pequeña pieza querías visionar una y otra vez. Si querías saber qué película era la más vista, solo tenías que comprobar el deterioro de cada cinta.

Al principio resultaba decepcionante que no fuese sonoro, aunque luego descubrías que eso no era del todo cierto, porque el «cra, cra, cra» de la manivela era infernal.

Y ese sonido aún resuena en nuestros oídos como síntoma de una gran secuela que dejó en los niños que jugamos con él: un amor especial por el cine.