9. Estoy aquí de nuevo

Ocurrió una de esas noches que sin proponértelo bebes como en los viejos tiempos, animada por una oportuna overdosis de coca.

No he escrito nada en los últimos meses porque, como ya expliqué claramente, odio esta ciudad en la que todo el mundo está esperando a que YO diga ALGO para ponerlo de moda. Por otra parte todos los hombres con los que había follado se habían quedado colgados de MI, cosa bastante lógica, pero que no deja de ser un lastre. En los últimos meses MI VIDA ha sido como una clínica de desintoxicación. Es decir he estado ocupada en demostrarles a todos ellos que soy un monstruo y que no merezco su amor. A pesar de la evidencia he tardado más de lo previsto en romper definitivamente con todos ellos y eso son cosas que no merece la pena contar. Odio los epílogos de las historias, no me gusta vivirlos, y muchos menos escribir sobre ellos. Por eso he permanecido muda. Por eso, y porque quería ver qué nuevos derroteros tomaba esta maldita ciudad sin mi influencia. Después de descubrir que NO ha ocurrido nada NUEVO desde mi retirada VUELVO, porque como mucha gente inteligente ha dicho, en Madrid sólo existe una persona INTERESANTE. Y esa persona soy YO. PATTY DIPHUSA.

Como decía al principio, una de estas noches volví por los viejos caminos de la perdición, porque la sobriedad está bien si sabes interrumpirla con un pasote de esos de vieja estrella de rock millonaria.

Llegó a Madrid el traductor de mis memorias al inglés. Parece que en USA está de moda la pornografía sin ingenio y él ha tenido la idea genial de traducir mi obra para una serie que interpretará Morgan Fairchild.

—¿Por qué esa hija de perra y no YO? —le pregunté.

—Tú estás demasiado llena de vida y eres demasiado brillante, nadie te soportaría en Hollywood —me explicó.

—Está bien. Me resignaré a forrarme con mis derechos de autora.

En efecto, cubriré mis relatos de una pátina de zafiedad y se los entregaré a este muchacho porque me cae bien. Él también ha vivido mucho. Cuando entró en casa se ayudaba de un bastón porque su avión particular se estrelló en un desierto libio y le ha dejado una aparatosa secuela en las caderas que le impide andar como a John Wayne. Pero tiene morbo, nada más verle no sabes si te va a meter el bastón por el COÑO o si te va a sacudir un GOLPE en la cabeza, ambas posibilidades bastante sexys. El bastón, me explicó, le resulta muy práctico. Me imagino la cara de Antonio Gala si supiera la cantidad de aplicaciones que tiene un simple bastón. Mi amigo lo utiliza también para llenar su interior de cocaína sin que los aduaneros se enteren. Nada más instalarse en mi salón, mientras le preguntaba qué coño había hecho en los últimos tiempos, además de forrarse con la bazofia que escribe para los grandes estudios de televisión americanos, mi amigo ya había desmontado el bastón y había hecho unas líneas de coca sobre mi mesa negra lacada, tipo las que se hacía Al Pacino en Scarface. Nos las tomamos sin remilgos.

—¿Sigues conociendo a los chicos más sucios de la ciudad? —preguntó.

—Ahora me he especializado en los ambiguos —le dije.

—Mientras tengan una buena polla.

—En eso las nuevas generaciones os dan lecciones —le dije—, pero corres el riesgo de vivir una historia de amor. Los chicos de ahora han encontrado la habilidad de mezclar vicio con sentimentalismo. Una novedad curiosa a nivel sociológico.

—Me voy dentro de dos días, no hay peligro.

—Dame cinco minutos para que me haga a la idea y salimos de caza.

Mientras me duchaba y maquillaba, puso «So many men, so little time» de Mikel Brown. No hay nada como la música «disco» para arreglarse antes de salir.

Nos fuimos al MAC, uno de esos antros con gente guapa y desorientada. El disc-jockey sabe que nadie tiene nada que decir y ponía la música tan alta que resultaba una tortura incluso para la vista.

Le obligué a bajarla y grité desde la barra «chicos, hay coca por un tubo».

Hasta ese momento el bar parecía un remake de la noche de los muertos vivientes, pero bastó oír mi grito para que aquellos cuerpos se animaran. En un instante nos vimos rodeados de una multitud de chicos y chicas con ganas de que les ocurriera algo.

—Haz tu propia selección —le dije a mi amigo americano.

Con su bastoncito, como si fuera una varita mágica, fue tocando a los elegidos. Nos fuimos con todos a los retretes. Aquello por fin tenía pinta de fiesta. Dejó en la barra un montoncillo de polvo blanco para que el resto no se deprimiera. Los americanos son así.

En el cuarto de baño no paré de hablar, mientras mi amigo demostraba que la experiencia te enseña a ir directamente a lo que te interesa, sin aburrir a los contrincantes. La gente estaba muy excitada. Yo no paraba de explicar las razones de mi retirada y sonreía ante la demanda de que volviera. Lo bueno de la coca es que el mero hecho de hablar ya te divierte. Podría haberme tirado a cualquiera de los que había allí, pero de momento prefería hablar y mirar. No quería precipitarme, la noche acababa de empezar y no debía quemarme. Había un chico con pinta de niño bien que no dejaba de invitarme con la mirada a que me uniera al grupo con el que se revolcaba. Yo le sonreí una vez, lo cual quiere decir «paciencia», soy YO la que tomo la iniciativa, pero si decido perderme tú serás uno de los puertos donde buscaré «refugio». Últimamente soy así de literaria, incluso cuando sólo miro.

Como preámbulo la sesión-retrete no estuvo mal. Sólo por eso mi amigo ya daba por bueno su viaje a Madrid.

Abandonamos el local y nos fuimos a casa del niño bien. El equipo, por iniciativa del anfitrión, se había reducido a cuatro. Mi amigo, dos chicos más y YO. Vivía con su madre en una rancia casa burguesa. Ella estaba de viaje y el muchacho estaba dispuesto a que aquella noche no se pareciera a las que pasaba en familia.

Creo que los cuatro estuvimos bastante generosos. Ofrecíamos la suficiente variedad y éramos lo suficientemente viciosos como para saber sacarle partido a la combinación. Yo me lo pasé bien, y mi amigo americano también, que al fin y al cabo era lo que me importaba.

Al día siguiente fui a las oficinas de La Luna para que mi amigo les comprara los derechos de mis relatos autobiográficos. Fui débil y accedí a escribir de nuevo para la revista más pretenciosa de todos los tiempos, como se la definí a su director. Estábamos enzarzados en estas negociaciones cuando llegó un mensajero con una carta. Era para mí. Está visto que en Madrid es imposible moverte de tu casa sin que todo el mundo controle tus movimientos. Abrí la carta. El tipo que la firmaba no sabía mi dirección y me la mandaba a la redacción de La Luna. El sujeto en cuestión era el niño bien que nos había dado hospitalidad la noche anterior. Como el chico es muy joven se había decidido por explicarme las cosas en forma de poesía. YO, que soy tan TOLERANTE, no se lo tuve en cuenta.

A los diecinueve años la prosa no parece la mejor forma de hablar de uno mismo. La poesía decía así, la copio toda seguida: «Son las ocho de la mañana y acabas de irte con tres tipos con los que hemos alternado. Cuando yo besaba a cualquiera de ellos, deseaba besarlos, pero sobre todo deseaba besarte a ti. Me he puesto crema en la nariz, la tenía irritada por la cocaína. Mientras oigo ‘Ne me quitte pas’ me he puesto una camiseta para dormir.

»Pero no tengo sueño. He recogido los paquetes de cigarrillos vacíos y me he acordado de ti, sin dolor ni dramatismo. ¿Será que me estoy haciendo maduro, o que no me interesas lo suficiente? Da igual. Son las ocho. La juerga ha terminado y te escribo a máquina una carta que no sé dónde mandarte». Por si acaso, en una posdata me escribía su teléfono.

Hubiera preferido una carta menos aséptica, pero no estaba mal. Estoy acostumbrada a la grosería y cuando alguien es distante y delicado no deja de emocionarme un poco. Probablemente le llame. ¿Creéis que debo?