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Sorpresa para Joan

Ya habían transcurrido dos meses del curso y se habían celebrado siete Juntas escolares: La octava sería aquel próximo sábado.

Tendrían que elegir un nuevo monitor. Uno de los antiguos se hallaba en la enfermería aquejado de gripe.

—¿Cómo se eligen los monitores? —preguntó Robert—. No se ha elegido a ninguno desde principio de curso. Creí que los monitores se elegían por un mes.

—Los actuales son tan buenos que no es preciso cambiarlos —explicó John—. Podemos cambiarlos cada mes si así lo deseamos, pero no hay motivo para ello si estamos satisfechos. Creo que todos nuestros monitores son excelentes.

—Yo también lo creo —intervino Elizabeth—. Al principio supuse que sería temblé el cargo de monitor, pues a ellos corresponde hacer que se cumplan las reglas. He cambiado de opinión. También es agradable que confíen en uno y reclamen tu ayuda y consejo.

—Desde luego, las personas más adecuadas son aquellas capaces de ayudar a cualquiera que esté en apuros —dijo Jenny—. Whyteleafe tiene una gran experiencia al respecto. Yo también quisiera llegar a ser monitora.

—Nadie ha contestado a mi pregunta —insistió Robert.

—¿Qué preguntaste? —quiso saber Elizabeth.

—Cómo se eligen los monitores. ¿Los elegimos nosotros, el jurado, los jueces, quién?

—Todo el colegio —respondió John—. Cada uno escribe el nombre de alguien y luego los papeles se entregan al jurado.

—¿Y qué más? —preguntó Robert.

—El jurado comprueba quién ha obtenido más votos —siguió John—. Seleccionan a los tres primeros. Luego, William y Rita deciden qué niño será el siguiente monitor.

—Comprendo —dijo Robert—. De ese modo, todos participamos. De Whyteleafe me encanta nuestro derecho a opinar.

—No sé por quién votar —afirmó Jenny—. Tendré que pensarlo bien.

—Yo también —afirmó Joan pensativa—. Es un honor ser elegido. Y el agraciado ha de merecerlo.

—¿Puedo hablar contigo esta tarde durante el paseo de ciencias naturales? —preguntó Kathleen—. Elizabeth no vendrá, tiene práctica extra de música con Richard.

—Sí, claro —aceptó Joan—. Pero no te retrases. Hoy dirijo yo el paseo y deberás llegar a tiempo si quieres salir conmigo.

Kathleen fue puntual y partieron juntas seguidas del resto de niñas interesadas en el trabajo de la naturaleza. Tenían que anotar cuál era último insecto que se alimentaba con el néctar de las flores.

El pálido sol de invierno resplandecía y el cielo era de un desmayado azul. Los árboles estaban todos desnudos, excepto los abetos y pinos y la escarcha aún brillaba.

Kathleen canturreaba una cancioncilla, mirando los capullos. Joan la observó.

—Es extraño cómo cambia la gente —dijo—. En el último curso vi a Elizabeth transformarse de niña horrible y traviesa, en amable y buena. Yo misma dejé de ser solitaria y tímida. Incluso Robert ha cambiado. Tú también te transformas ante mis propios ojos.

—Es cierto —afirmó Kathleen—. Sin embargo, no he cambiado en todo. ¡Aún soy cobarde!

—No te comprendo —contestó Joan, sorprendida—. ¿Te asustan las vacas o algo parecido?

—Claro que no. Pero me asusta lo que piensa la gente. Eso es mucho peor que temer a las vacas. Nadie más que tú, Jenny, Nora y Elizabeth sabe que fui yo quien realizó aquellas pesadas bromas, además de Rita y William. Y no dudo que tú, Jenny o Elizabeth, hubierais sido lo suficiente valerosas para enfrentaros a todo el colegio y declararlo.

—Eso es cierto. ¿Por qué no hacerlo? Toda la escuela hubiese pensado bien de ti al declararte culpable. Pero si corre el rumor de que las hiciste y no lo dices, entonces sí que pensarán mal de ti. Es sólo cuestión de decidirse. Todos tenemos el suficiente valor, sólo que no siempre lo usamos.

—¿Lo tenemos de veras? —preguntó Kathleen—. Quiero decir si lo tendría yo si me lo propusiera. ¿De verdad no soy cobarde?

—¡Tú eres idiota! —exclamó Joan, cogiendo a Kathleen por un brazo—. Te lo digo en serio. Nadie es cobarde. Todos poseemos valor cuando nos decidimos. Inténtalo en la próxima Junta y comprenderás lo que quiero decirte.

Guardaron silencio mientras escribían los nombres de los insectos que volaban sobre las flores. Kathleen meditaba las palabras de Joan. Eran demasiado maravillosas para ser verdad. Si la gente tuviera valor de profundizar en de sí misma, nadie sería cobarde. Les bastaría aferrarse a su valor y usarlo.

«Veré si puedo utilizar el mío en la próxima Junta —pensó Kathleen, aun cuando su corazón se hundió ante la idea—. No me gusta ver a los demás diciendo cosas, sin que yo me atreva a abrir la boca».

En la siguiente asamblea, Kathleen se sentó con piernas temblorosas, intentando encontrar suficiente valor.

Tras recoger el dinero, se repartió lo acostumbrado y las ayudas solicitadas. Al fin llegó el turno de las quejas.

Antes de elegir monitor, William dijo unas palabras.

—Creo que al colegio le interesará saber que Fred ha regresado a su dormitorio y que ya no ronca.

Todos rieron y hubo algunas aclamaciones. Fred también rió.

William golpeó sobre la mesa.

—También quiero informar de que todo el colegio ha observado y aprobado cómo Robert se ha comportado en las últimas semanas. Rita y yo tenemos excelentes informes de los monitores. El encargado del establo dice que no podría prescindir de él.

Robert se sonrojó de placer.

Entonces Kathleen halló su valor y se puso en pie.

Sus rodillas ya no temblaban. Su voz fue firme. Miró directamente al jurado y a los jueces.

—Quiero confesar lo que debí decir antes —empezó—. Yo fui quien hizo todas las cosas que se achacaron a Robert. Tuve miedo de confesarme culpable antes.

El silencio cayó cual losa sobre los atónitos oyentes. Quienes no lo sabían, se sorprendieron tanto como los conocedores del drama interno de la niña, éstos se preguntaban: «¿Qué la habrá decidido tan de repente?»

Rita se dirigió a Kathleen:

—¿Qué te ha empujado a hablar? —preguntó.

—Una conversación que mantuve con Joan —explicó Kathleen—. Me dijo que nadie es cobarde si se lo propone. Que todos poseemos valor, si sabemos buscarlo dentro de nosotros mismos, y yo he sabido encontrar el mío esta tarde. Joan tenía razón. Ya no tengo miedo.

—Gracias, Kathleen —dijo Rita.

Kathleen se sentó. Su corazón se había aligerado de una pesada carga. Había hallado su valor y nunca más lo perdería.

—No hablemos más de lo que Kathleen nos ha confesado —siguió Rita—. Todos celebramos que al fin lo haya declarado. William y yo lo sabíamos y esperábamos, naturalmente, que un día lo dijese. Ahora lo ha hecho y nos sentimos complacidos.

—Creo que ha llegado el momento de elegir monitor —intervino William—. Eileen, reparte hojitas de papel, por favor.

Las tiras de papel fueron repartidas. Todos escribieron el nombre del niño o la niña que consideraban adecuado como monitor. Se recogieron los papelitos, el jurado los desdobló y eligió los tres nombres que contaban con más votos y votó a su vez.

Los papeles pasaron a los jueces que los leyeron. Se hablaron entre sí, mientras todos esperaban ansiosos el resultado de la elección.

William golpeó la mesa con un mazo y todos guardaron absoluto silencio.

—No hay duda en cuanto a quién deseáis como nuevo monitor. El nombre aparece en casi todos los votos. Es una niña. ¡Joan Townsend!

Siguieron aclamaciones y aplausos, y Joan se puso tan roja como la remolacha. Nunca hubiera creído que el colegio la eligiese. Pero todos habían oído con interés lo que Kathleen había dicho sobre el sabio consejo de Joan y recompensaban su sabiduría. Ella sería la nueva monitora.

—Hemos recibido informes tuyos de todos los monitores —dijo Rita—. Sabemos que se puede confiar en ti, que eres amable y sabia para tu edad y que harás cuanto puedas por todo el colegio. Por favor, levántate y ven a la mesa de los monitores, Joan. Estamos complacidos de darte la bienvenida a nuestro jurado.

Joan subió al estrado contenta y feliz. Elizabeth aplaudió locamente. Se sentía orgullosa de su amiga.

«¡Joan lo merece! —pensó—. De veras que sí. Ojalá yo también lo consiguiera. Pero nunca lo seré».