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Final del partido

—Tres minutos, Robert —jadeó Elizabeth—. Por favor, juguemos al máximo. ¡Oh, cómo deseo que el Uphill no marque otro gol!

La pelota voló de un jugador a otro. Elizabeth corrió a marcar a una jugadora del Uphill que era muy veloz. Chocaron los palos y la pelota saltó en el aire. Elizabeth intentó recogerla del suelo, pero la otra niña consiguió hacerse con ella y voló rauda. Luego la pasó a otra jugadora y, de uno a otro, llegó a la línea de gol.

Fue un disparo fortísimo, pero Eileen la cazó lanzándose arriesgadamente. Mientras caía logró lanzarla de un modo inverosímil a otro jugador del Whyteleafe, situado a la expectativa. Éste corrió por el campo a la velocidad del viento.

—¡Pasa la pelota, pásala! —chilló Elizabeth—. ¡Hay una chica detrás de ti! ¡Pásala!

El chico pasó al mismo tiempo que la del Uphill le golpeaba su raqueta. La pelota voló directamente a Elizabeth, que se alejó perseguida por la veloz contraria.

Al fin pasó a Robert. Otra jugadora del Uphill voló rauda hacia él, que se la devolvió a Elizabeth. Ésta corrió hacia la meta. ¿Podía disparar desde donde estaba? ¡En tal caso, ganaría el partido para el Whyteleafe!

Pero Robert estaba más cerca de la meta. Debía pasársela. Elizabeth lanzó la pelota a Robert.

Éste la recogió y lanzó a meta. La niña que defendía el portal hizo cuanto pudo por salvar el gol, pero la bola pasó junto a su palo y se estrelló en la escuadra de la red. ¡Gol para el Whyteleafe!

Y sonó el silbato. El partido había finalizado.

—¡Tres goles para el Whyteleafe! —gritó el árbitro—. ¡Tres a dos! ¡Ha ganado Whyteleafe!

Los de Uphill aclamaron deportivamente. Había sido un excelente partido y todos habían jugado bien.

—Otro segundo y el silbato hubiera señalado el final del encuentro —jadeó Elizabeth—. ¡Oh, Robert! Estuviste maravilloso al marcar el gol de la victoria con el tiempo tan justo.

—Bueno, yo no lo hubiese conseguido si no me la hubieses pasado exactamente como lo hiciste —reconoció Robert, respirando con fuerza y apoyándose sobre su palo de lacrosse, sonrojado y sudoroso—. ¡Caramba, Elizabeth, hemos ganado! Nunca habíamos vencido al Uphill. Estoy muy contento de que tú también marcases un gol.

Los jugadores salieron del campo y entraron en las duchas. Fue una sensación muy agradable sentir el agua fresca. Todos estaban muy acalorados. Los dos capitanes se estrecharon las manos. La portera del Uphill felicitó a Eileen.

—Un partido magnifico —dijo—. Es el primero que perdemos esta temporada. ¡Bien por ti!

Elizabeth no había comido mucho, pero lo compensó a la hora del té. Había pan moreno, mantequilla, compota de moras, buñuelos con pasas de Corinto y un enorme pastel de chocolate. Todos comieron hambrientos y las enormes bandejas se vaciaron en un segundo.

—Estoy deseando regresar a Whyteleafe para comunicar las buenas noticias —dijo Robert a Elizabeth—. ¿A ti no te ocurre lo mismo? Celebro que al fin pudieras jugar. No sé explicar lo satisfecho que estoy de haber participado. Espero que juguemos juntos infinidad de partidos. Fue maravilloso que nos pasáramos la pelota tan bien el uno al otro.

—Marcaste el gol de la victoria —dijo Elizabeth rendida, pero feliz—. Me siento como si no pudiera levantarme del banco. Mis piernas no me aguantan.

Todos estaban cansados, pero sus lenguas no paraban. Parloteaban y reían y decían chistes mientras se disponían a regresar al autocar que les aguardaba. ¡Oh, qué fantástico que pudieran contar a todo colegio que habían salido victoriosos!

Todos subieron al autocar. Agitaron los brazos en señal de despedida a las vociferantes niñas del Uphill, y el coche se alejó rugiendo. Hundidos en los asientos, con los rostros aún sonrojados, todos sentían agotadas sus fuerzas.

Pero en cuanto llegaron al internado, se irguieron ansiosos de ver a sus compañeros en Whyteleafe.

Joan, Jenny y Kathleen aguardaban la llegada del coche desde hacía media hora. El ruido del motor las precipitó a la puerta principal. Docenas de niñas salieron tras ellas.

Era costumbre de Whyteleafe dar la bienvenida a los jugadores.

El equipo de lacrosse agitó sus manos y el coche llegó hasta el enorme portal de la escuela.

—¡Hemos ganado! ¡Hemos ganado! ¡Tres goles a dos!

—¡Hemos ganado el partido! ¡Ha sido fantástico!

—¡Al fin hemos derrotado a Uphill!

—¡Tres goles a dos! ¡Tres goles a dos!

Los que aguardaban vitorearon frenéticos cuando supieron la noticia. Rodearon el coche y ayudaron a bajar a sus compañeros, cuyas piernas estaban débiles.

—¡Qué bueno! ¡Qué fantásticamente bueno! —gritaron todos—. ¡Entrad y contadlo!

Se encaminaron al gimnasio. La señorita Belle, la señorita Best y el señor Johns acudieron a enterarse de las emociones experimentadas durante la tarde. El señor Warlow habló y explicó lo bien que habían jugado todos.

Luego John gritó:

—¿Quién ha marcado los goles?

—Elizabeth, Nora y Robert —dijo el señor Warlow—. Tres excelentes goles. El de Robert fue el más emocionante, puesto que entró casi al finalizar el partido. Un segundo más y hubiera sido demasiado tarde.

—¡Tres hurras por Elizabeth, Nora y Robert! —gritó alguien y les palmearon en la espalda.

Elizabeth casi lloró de alegría. ¡Había marcado un gol en su primer partido! Demasiado bueno para ser verdad.

Nora había jugado muchos encuentros y marcado muchos goles. Ella sonreía sin decir nada. Robert, tan complacido y orgulloso como Elizabeth, no lo demostraba tan notoriamente.

Elizabeth le enlazó por el brazo.

—Estoy contenta de haber tenido la oportunidad de jugar juntos. Oh, Robert, qué contenta me siento después de haber conseguido un gol. Odié Whyteleafe cuando llegué, pero ahora lo adoro. Cuando pases aquí un curso o dos, lo adorarás también.

—Ya lo amo, Elizabeth. Y quiero hacer algo más que marcar goles.

Hubo una cena especial aquella noche para el equipo vencedor. Salchichas calientes aparecieron sobre la mesa, dos para cada uno. ¡Qué deliciosas eran! Y no sólo eso, hubo también galletas y chocolate. Llegaba la hora de acostarse, Elizabeth y Robert no podían comer más.

Kathleen se mostró tan contenta como todos. Su rostro resplandecía al traer una lata de dulces. Elizabeth la miró agradecida.

—¡Ya no eres la misma! Tus ojos son todo sonrisa y tu pelo reluce. Caminas como si desearas correr y te has desembarazado de muchos de tus horribles granos.

Kathleen sonrió. Se había prometido no comer un solo dulce. Había empezado a olvidarse de sí misma y participaba en las charlas y chistes de su clase. Mantenía alta la cabeza y sonreía. No obstante, cuando recordaba sus horribles jugarretas, su rostro se ensombrecía.

Recogió las libretas de lo alto del armario y les quitó el polvo. Con mejillas color escarlata las devolvió a Elizabeth, que las aceptó dándole las gracias.

Kathleen trabajó febrilmente en las dos cajas de pañuelos y las bordó primorosamente.

Acababa la última puntada cuando Jenny entró en la sala.

—Me hubiera gustado participar en el partido —dijo, dejándose caer en una silla—. ¿Qué no hubiera dado yo por comer salchichas? Hola, Kathleen. ¿Qué haces? Déjame ver.

Se inclinó sobre ella.

—¡Cielos! ¡Qué puntadas más diminutas! ¡Qué bien bordadas están estas rosas! Me gustaría saber coser así. Necesito una caja de pañuelos.

—Bueno, pues ésta es para ti —dijo Kathleen—. He bordado otra para Elizabeth también.

—Pero ¿por qué? —preguntó Jenny sorprendida.

—Para compensar un poco las cosas feas que hice. Aquí tienes, Jenny. Toma los tuyos y úsalos. Me siento feliz al ofrecértelos.

Jenny, ciertamente complacida, cogió la caja de pañuelos.

—¡Eres maravillosa! Muchísimas gracias. Ahí llega Elizabeth. ¡Hola! Ven a ver tu regalo de cumpleaños.

Las niñas examinaron entusiasmadas sus pañuelitos. Otras se reunieron alrededor de ellas. Kathleen se sintió orgullosa al oír sus observaciones.

«Es mucho más agradable hacer algo bueno para otros, que fastidiarlos —pensó—. Pero nunca seré lo suficientemente valerosa para explicar ante todo el pensionado que fui yo la autora de aquellas bromas de mal gusto. Soy más simpática y amable, pero aún soy igualmente cobarde».