17

Se aclaran algunas incógnitas

Elizabeth se sentía enfadada consigo misma cuando iba al encuentro de Robert.

«Realmente he hecho algo terrible —pensó—. He acusado públicamente a alguien de un montón de cosas mezquinas. Conseguí que le castigasen precisamente cuando intentaba ser mejor. Todos le han ayudado, excepto yo. Estoy disgustada conmigo misma».

No pudo hallar a Robert en ninguna parte. Se encontró con Leonard y éste le explicó que el chico estaba en los establos.

—Bess cojea un poco —explicó Leonard—. Y Robert la atiende con el encargado del establo. Le acabo de ver. Ahora vengo de las cuadras. Fanny y yo le vemos cada mañana y nos parece muy simpático. Hace cuanto puede para compensar a los pequeños del mal trato que les infligió. Ahora le admiro.

—Yo también le admiro —dijo Elizabeth—. Pero él no me admirará a mí cuando oiga lo que tengo que decirle.

—¿Qué pasa, Elizabeth?

Ella no se lo dijo.

Ya había anochecido. Elizabeth se puso el abrigo, cruzó el jardín y se dirigió a los establos. Oyó a Robert y al encargado.

—Robert, ¿puedo hablarte? —preguntó.

—¿Quién es? —gritó el niño—. Ah, eres tú. ¿Qué quieres?

Olía a caballos. Resultaba un olor agradable. Sus pelos se hallaban en desorden y su cara sonrojada, pues había estado frotando con aceite la pata de la yegua.

—Robert, cometí un grave error contigo. El autor de aquellas malas pasadas fue otra persona, no tú.

—Bueno, eso ya lo dije yo. No es una sorpresa para mí.

—Sí, pero yo aseguré ante todo el colegio que tú lo habías hecho y te castigaron por ello. No sabes cuánto lo siento. Fui demasiado desagradable contigo. No comprendo cómo viniste a ver el partido y menos que lamentaras lo de la lluvia. Yo… yo…, yo creo que has sido generoso.

—Bueno, tenías bastantes razones —contestó Robert, cogiéndola de la mano—. Yo no he sido tan generoso, sólo feliz al pensar que era capaz de cambiar. Tener a mi cuidado los caballos que quería hizo que no me importase el partido. Por eso no me resultó muy difícil acudir al campo y decirte lo de la lluvia. Celebro que sepas que no fui yo. ¿Quién fue?

—No puedo decírtelo de momento. Tan pronto lo supe, vine para disculparme. Quisiera que me perdonases.

—Olvídalo —contestó Robert con una sonrisa—. La gente tiene que perdonarme a mí mucho más que yo a ti. No seamos tan tontos. Al principio resultó divertido ser enemigos, luego fue horrible. Seamos amigos. Ven mañana a montar a Capitán, después de desayunar. Yo montaré a Bess si su pata mejora. Y alégrate. ¡Pones una cara más rara!

—Me siento rara —admitió Elizabeth, tragando saliva. No imaginé que fueses tan generoso conmigo. Me equivoco demasiadas veces al juzgar a las personas. Sí, Robert, me gustaría que fuésemos amigos. Vendré mañana.

El muchacho sonrió y se volvió hacia Bess. Elizabeth se detuvo en la oscuridad y se quedó inmóvil ante el frío viento. Pensó durante un momento qué sorprendentes son las personas. Uno se las imagina horribles y luego resultan totalmente distintas.

«Bueno, la próxima vez daré a quien sea una oportunidad antes de juzgarle —se dijo—. En lo sucesivo, me lo pensaré dos, tres, cuatro veces antes de sacar el genio y acusar a otro. Odiaba a Robert y ahora no puedo evitar que me guste horrores. Y, sin embargo, es la misma persona».

Robert no era exactamente la misma persona. Había cambiado. También pensaba en Elizabeth, valerosa en extremo, cuando no le importaba humillarse. Una personilla a la que en cierto modo admiraba. Resultaría divertidísimo cabalgar en su compañía y galopar por las colinas a tempranas horas de la mañana.

Kathleen no tuvo dificultades. William y Rita, inteligentes y cariñosos, aunque firmes y decididos, la dejaron hablar hasta contarlo todo.

—Me sentí defraudada al enterarme del retraso del tren. Pareció como si otra cosa más se volviera en contra mía. Incluso la huida me era negaba.

—En cambio fue lo mejor que pudo sucederte —dijo William—. No es de valientes hacer eso. Nadie se sacude los problemas huyendo de ellos. Siempre acompañan a su presa.

—¿Y qué puede hacerse con los problemas? —preguntó Kathleen, secándose los ojos.

—Enfrentarse a ellos y encontrar el mejor modo de combatirlos —contestó Rita—. Kathleen, tú sólo huías de ti misma. Nadie puede lograr eso jamás.

—Tú también lo hubieses intentado si fueses como yo —se defendió Kathleen—. Soy muy desgraciada. Nunca me sucede nada agradable, como a otros.

—Y nunca te sucederá mientras pienses y hables así —saltó William—. No es la suerte la que nos trae cosas buenas o malas, Kathleen, somos nosotros mismos. Por ejemplo: para ti, Jenny tiene amigas debido a su suerte. Y eso no es verdad. Las tiene porque es amable, generosa y feliz.

—Sí, eso lo comprendo. Bueno, antes no se me había ocurrido. Pero yo no soy feliz, guapa y generosa como Jenny.

—¿Por qué no lo intentas? —preguntó Rita—. Posees una sonrisa dulce y un precioso hoyuelo, aun cuando no lo vemos muy a menudo. Si te cepillaras el pelo cien veces cada noche y cada mañana como hace Jenny, aparecería lustroso y brillante. Si dejases de comer tantos dulces, te desaparecerían los granitos. Y si salieras más a menudo, conseguirías mejillas sonrosadas y ojos felices.

—¿Es posible? —dijo Kathleen, mostrándose alegre.

Rita cogió un espejo de la repisa de la chimenea y lo puso ante el rostro triste y lloroso de Kathleen.

—Sonríe —le ordenó—. ¡Vamos, sonríe, niña tonta! Deprisa. Muéstrame ese hoyuelo.

Kathleen no pudo evitar sonreír y vio cómo su desgraciado semblante se transformaba en otro mucho más agradable. El hoyuelo apareció en su mejilla izquierda.

—Sí, tengo mejor aspecto. ¡Pero soy tan aburrida y torpe! Además recuerdo las cosas mezquinas y horribles que he cometido.

—Eres aburrida y lenta por no ser tan saludable como debieras —habló William—. Date tú misma una oportunidad. En cuanto a las cosas mezquinas y horribles que has hecho, bueno, siempre puedes compensarlas. Todos cometemos mezquindades.

—Estoy totalmente segura de que tú y Rita no las cometéis —dijo Kathleen—. Por favor, no me obliguéis a quedarme en Whyteleafe. No podría levantarme ante todo el pensionado en la próxima Junta y confesar mis actos, ni siquiera para rehabilitar a Robert. Soy cobarde. Sé que lo soy, así que de nada vale fingir. Me iré mañana si me obligáis a hacer eso.

—No te obligamos a nada —respondió William—. No es bueno obligar a nadie a que haga lo que no desea. Escucha, Kathleen, Elizabeth aclarará que Robert es inocente, pero no dirá quién es el verdadero culpable. Tal vez más adelante te sientas distinta y entonces quieras hablarnos de nuevo.

—Nunca seré lo bastante valerosa para enfrentarme a todos —se defendió Kathleen—. Pero me quedaré en Whyteleafe si no es preciso que confiese. Se lo dije a Elizabeth y Jenny, y fue muy difícil.

—Nos alegramos de que lo hicieras —contestó William—. Conseguiremos que ellas no lo cuenten a nadie más. Así que olvida todo temor. Haz como Robert: empieza de nuevo y sonríe tanto como puedas.

—Lo intentaré. Los dos habéis sido tan amables conmigo que lo intentaré, aunque sólo sea para complaceros.

—Gracias —dijeron Rita y William.

Rita consultó su reloj.

—Es casi tu hora de acostarte. ¿Has cenado o has perdido tu cena?

—La he perdido, pero no tengo apetito.

—Bueno, William y yo nos vamos a tomar una taza de cacao. Nos está permitido, pues ya sabes que somos los delegados del colegio. Quédate con nosotros. También sacaremos unas galletas, que te comerás pese a tu falta de apetito.

Poco después, los tres tomaban leche con cacao caliente y galletas de chocolate. William explicó chistes y Kathleen mostró el hoyuelo de su mejilla izquierda. Cuando el timbre anunció la hora de acostarse, se levantó.

—Sois muy amables —las lágrimas anegaban sus ojos—. Nunca olvidaré esta noche. Celebro que seáis los jueces.

—Alégrate —recomendó William—. Averiguarás que las cosas nunca son tan malas como parecen. Buenas noches.