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El día del partido

Y llegó el sábado, el día del partido de lacrosse. Elizabeth se despertó temprano y miró ansiosa por la ventana. ¿Hacía buen tiempo? No demasiado. Había nubes en el firmamento, pero por lo menos no llovía. ¡Qué divertido sería jugar un partido en serio!

—Jenny —susurró Elizabeth al oír cómo su amiga se movía en el lecho—. Jenny, es el día del partido y yo juego en lugar de Robert.

Jenny gruñó. No le agradaba que Elizabeth se alzase sobre el caído Robert. Consideraba que éste debía ser castigado, pero un triunfo a costa de él no la satisfacía.

Kathleen se había despertado también. Oyó a Elizabeth y se sintió culpable. Antes le pareció bien que otro cargase con sus culpas y el correspondiente castigo. Pero ya no estaba tan segura de su satisfacción. También la enojaba que Elizabeth disfrutase el placer de jugar el partido. ¡Con lo antipática que era!

Robert también se despertó temprano y recordó enseguida lo sucedido la noche anterior. Se sentó en el lecho con los ojos brillantes y pensó en los dos caballos que elegiría para cuidarles. Se sentía totalmente diferente. No le importaba en absoluto que todo el pensionado supiese que él había sido un abusón. De hecho, no era culpa suya y, en un par de semanas, podría demostrarles quién era él. ¡Qué sorpresa se llevarían!

Recordó el partido de lacrosse y una pequeña sensación de desmayo invadió su corazón al recordar que Elizabeth ocuparía su lugar.

«Me hubiese gustado jugar ese partido —pensó—. La Junta ha sido algo dura conmigo por algo que no cometí, aunque esta vez tenían que creer a Elizabeth. Debo aceptarlo y esperar que el culpable sea descubierto. Luego sentirán mucho haberme castigado por nada».

Siguió sentado con la barbilla entre las rodillas.

«Elizabeth es una chica muy rara. Tan fiera y desconcertante, tan empeñada en ser justa y noble y, no obstante, ha sido injusta conmigo. Debería saber que no soy capaz de hacer semejantes malas pasadas. No me gusta nada».

Robert decidió a medias que no le dirigiría la palabra a Elizabeth. Después, al imaginar lo que se divertiría cuidando los caballos, su corazón se ablandó y ni siquiera pudo pensar con rencor en Elizabeth. Además podía demostrar que era tan simpático como antipático fuera antes.

«Sé lo que voy a hacer —se dijo—. Iré a contemplar el partido y, si marca un gol, aplaudiré. Eso será una cosa que me costará bastante, pero lo haré sencillamente para demostrar a todos que sí puedo».

Robert se levantó antes que sus compañeros de dormitorio aquella mañana. Se deslizó afuera hacia los establos. Cogería a los dos caballos que pensaba cuidar y se iría cabalgando por las colinas en su favorito. Se sintió orgulloso e importante cuando abrió la puerta del establo y dijo al hombre encargado del mismo:

—¿Puedo cuidar a Bessie y a Capitán? —preguntó—. Me han dado permiso para cuidar de ellos.

—Sí, ya me han informado. Bien, pero la primera semana revisaré tu trabajo. Si lo haces bien, seguirás.

Robert oyó pasos precipitados y miró hacia el patio. Vio a Leonard y Fanny que se encaminaban hacia los cobertizos de las vacas. Iban a ordeñar.

—Hola, Robert. ¿Has elegido tus caballos? —dijo uno.

—En eso estoy. Venid a ver los dos que cuidaré. La vieja Bess y Capitán. Frotadles la nariz.

Leonard y Fanny miraron a los caballos y luego a Robert. Éste se alarmó.

—¿Qué ocurre? ¿Acaso tenga una mota en la punta de la nariz?

—No —respondió Fanny—. Sólo que tu aspecto es diferente, Robert. Te miramos extrañados de que una persona pueda cambiar en una sola noche. Ven a ver nuestras vacas. ¿Quieres un vaso de leche caliente?

Pasaron sus brazos por los de Robert y le llevaron hasta los cobertizos, donde las pacientes vacas esperaban ser ordeñadas. Parlotearon y se rieron. Robert se sintió animado. No tardó en ser obsequiado con un vaso de leche caliente y cremosa.

«Esto sí que es divertido —pensó—. Veré a Leonard y Fanny cada mañana cuando venga a ver mis caballos. Pronto tendré amigos». Al cabo de cinco minutos galopaba por las colinas, gozando del aire a lomos de la yegua. Bess alzaba las orejas para escucharle cuando hablaba. Los caballos parecían amar a Robert. Nunca se había cuidado de ellos y ahora le parecía una bendición poderlos atender cuanto quisiera.

«Después del té, invitaré a Peter a montar al Capitán. Así olvidará pronto mis torturas».

Cuantos con él se cruzaron aquella mañana le sonrieron o le dieron palmadas de afecto sobre la espalda.

Ni Kathleen ni Elizabeth le vieron, pues ambas estaban ocupadas. Elizabeth cavaba con John en el jardín y Kathleen había salido con otros para realizar un recorrido de estudio de ciencias naturales.

—Ha sido una suerte que al fin juegue —exclamó—. Me decepcionó ver el nombre de Robert en el tablero de anuncios en vez del mío.

—Supongo que ahora será Robert el desilusionado —comentó John.

—Bueno, se lo merece. Se portó como un mezquino con Jenny y conmigo. Recuerda que ensució mis herramientas una noche y tú me culpaste de ello.

—Lamento mi error y sólo deseo que Robert no sea acusado de algo que no ha hecho.

—Eso no evitará que sea despreciable —se obstinó Elizabeth—. Me alegra que no participe en el partido. Apuesto a que no se acercará por el campo de juego. Sentirá tanta vergüenza de no jugar, que no asistirá.

Los niños convocados para el partido se cambiaban en el gimnasio inmediatamente después de comer. Los partidos empezaban a las dos y media y no les sobraba mucho tiempo. Los de la escuela Kinellan arribarían en autobús a las dos y media, y los de Whyteleafe debían esperarles a la puerta para recibirles y darles la bienvenida.

Elizabeth apenas pudo comer de tan excitada.

Miró de reojo a Robert y le vio con aspecto totalmente in feliz. Elizabeth empujó sus patatas a un lado del plato.

—Señorita Ranger. No puedo comer más. Estoy muy nerviosa.

—Bueno, por una vez puedes dejar tu plato —autorizó la profesora—. Sé lo que se siente ante el primer partido de competición.

Elizabeth corrió con los demás a cambiarse. Luego fue a dar la bienvenida al equipo de Kinellan y acompañarles. Ellos se cambiaron en los vestuarios del propio campo.

—Mirad, casi todo el colegio ha venido a vernos —dijo Elizabeth a Nora.

—También está Robert —exclamó Nora, al descubrirle entre los otros.

—¿Dónde? —preguntó Elizabeth sorprendida.

Entonces le vio. ¿Sería posible? Robert asistía como espectador. Vería jugar a quien le sustituía. Elizabeth apenas podía dar crédito a sus ojos. Sin saber el porqué, se sintió avergonzada. ¿Hubiera sido capaz ella de tanta generosidad hacia Robert?

—Considero muy noble que Robert venga a contemplar a su sustituía —alabó Nora—. Es algo grande y generoso. Resulta extraño que un niño capaz de eso haya sido tan estúpido como para gastar bromas que repelen. Empiezo a dudar de su culpabilidad.

Elizabeth cogió su palo de lacrosse. Creyó que Robert no asistiría al partido y se equivocó. ¿Sería acertada la suposición de Nora? ¿Sería verdad que Robert no había hecho todas las cosas que ella le imputaba? ¿Habría sido castigado injustamente? Entonces ella sería la culpable. Oh, qué sensación tan desagradable.

«Bueno, ¿y qué? —se dijo—. Voy a disfrutar mi primer título».

Pero ¡qué desilusión! Empezaba a llover. Los jugadores miraban desalentados hacia el cielo. Quizá no lloviera mucho. Quizá parase pronto. Sería una lástima no poder jugar.

La lluvia mansa y pertinaz se convirtió en un aguacero. Las nubes, más negras, parecieron descender sobre la tierra. Ya no cabía esperanza alguna.

Me temo que el partido se suspenderá —se lamentó el señor Warlow—. Id al gimnasio y dispondremos otros juegos para el equipo visitante.

Los niños corrieron al gimnasio. Elizabeth se sintió tremendamente desilusionada. Su primer partido y la lluvia lo había estropeado.

Alguien le dijo al oído:

—Mala suerte, lo siento.

Elizabeth se giró y vio a Robert que ya corría a unirse con los demás. Inmóvil, atónita, la extrañó que Robert le dijera aquello. No lo comprendía.

—¿Te has propuesto calarte hasta los huesos? —gritó la señorita Ranger—. ¿Piensas quedarte ahí pasmada? Ven enseguida, tonta.

Elizabeth se reunió en el colegio con los demás sin saber qué hacer.