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Más problemas

Hacía algún tiempo que Robert no fastidiaba a nadie ni se mostraba antipático, temeroso de que Elizabeth le sorprendiera. Sabía que ella aguardaba la oportunidad y en modo alguno estaba dispuesto a facilitarle la ocasión de acusarle ante la Junta.

Pasadas tres semanas, supuso que ella se habría cansado de espiarle. Pero Robert ignoraba su condición de sospechoso en cuanto a las innobles jugarretas sufridas por Elizabeth.

Robert salió en busca de agua para su pintura después del té. Elizabeth le vio salir de la sala y miró a su amiga.

—Joan, ¿tratará Robert de coger otra vez mis libretas o hacer alguna otra cosa? Sigámosle y comprobémoslo.

Las dos niñas se levantaron y siguieron a Robert. Éste salió al pasillo y corrió escaleras arriba hasta los lavabos. En dirección contraria corría también el pequeño Leslie, el niño que se quejó de que un compañero le pedía cosas prestadas y no se las devolvía. Chocaron con tanta fuerza que Robert se dobló de dolor.

Leslie se rió. Resultaba divertido ver al gran Robert de aquella manera. Éste alargó una mano y le sujetó por un brazo. Lo hizo con tanta fuerza que el niño se quejó.

—Suéltame.

Robert miró a ambos extremos del pasillo y no vio a nadie. Llevó a Leslie a los lavabos y allí le propinó una paliza.

—¿Cómo te atreves a chocar conmigo? Ya te enseñaré a reírte de mí, mico.

—Robert, suéltame —suplicó Leslie.

—Di: «Te pido humildemente perdón y nunca, nunca más haré una cosa semejante».

Leslie, que aunque tenía miedo no era un cobarde, sacudió la cabeza.

—No conseguirás que me humille. ¡Suéltame, orangután!

Robert se enojó. Volvió a golpear a Leslie.

—O dices exactamente lo que te he indicado o te haré sentar encima de los tubos del agua caliente.

Los radiadores estaban distribuidos por el cuarto para calentarlo. Leslie, temeroso, los miró. Pero volvió a negar con la cabeza.

—No, no te pediré perdón. Si no hubieras abusado de mí, te habría pedido disculpas. ¡Suéltame!

—Bien, te sentarás sobre los tubos —decidió Robert, enfurecido, mientras arrastraba al pobre Leslie.

Los radiadores se hallaban lo bastante calientes para hacer gritar a Leslie.

Elizabeth y Joan escuchaban y, cuando oyeron que Robert arrastraba a Leslie a los tubos calientes, corrieron a los lavabos.

Robert apartó al chiquillo de los radiadores en cuanto vio a Elizabeth y Joan. La idea de haber sido sorprendido por aquellas curiosas chicas le sulfuró.

—Te hemos cazado con las manos en la masa, horrible chico —exclamó Elizabeth rencorosa—. Leslie, informarás de Robert en la próxima Junta. Dirás la verdad y nos respaldarás en todo lo que digamos.

—Lo haré. No soy un cobarde como el otro, que no se atrevió a quejarse cuando se le dio la oportunidad. ¿Sabes por qué Peter no dijo que Robert le había columpiado demasiado alto? Robert le amenazó por si se atrevía a decir algo contra él.

—No es cierto —rugió Robert, furioso—. El día que te encuentre a solas, me las pagarás.

—¿Lo veis? —dijo Leslie—. Te gustaría volver a hacerme lo mismo otra vez. Pero no tendrás oportunidad. Informaré ante la Junta aun cuando Elizabeth y Joan no lo hagan.

El pequeño se alejó. Elizabeth habló fieramente a Robert:

—Sé que eres tú quien nos hace esas tretas horribles a Jenny y a mí.

—No es cierto —se defendió Robert.

—Eres lo bastante mezquino para eso. Eres un niño terrible a quien deberían expulsar del colegio.

—Del mismo modo que debieron expulsarte a ti el pasado curso, imagino —dijo Robert, burlón.

Se había enterado del mal comportamiento de Elizabeth durante el curso anterior. Ella se sonrojó.

—¡Cállate! —gritó Joan—. En parte, se debió a que Elizabeth quiso ser amable conmigo, así que no toleraré que te burles de ella por eso.

—Diré lo que me plazca —replicó Robert, alejándose con las manos en los bolsillos, mientras silbaba como si nada le importase.

—Bien, ahora no ignora que sabemos que es culpable de aquellas desagradables acciones y no se atreverá a repetirlas —exclamó Elizabeth, complacida—. Al menos, hemos ganado algo.

Pero Kathleen no se consideraba lo bastante vengada. Sus enemigas eran lindas, inteligentes y divertidas. Tres atributos de los que carecía ella. Sobre todo se sentía celosa de su pelo resplandeciente y de sus ojos brillantes, de su buen cerebro y de sus alegres chistes. Ansiaba herirlas.

Elizabeth aseguró a Jenny que era Robert quien había llevado sus ratones al escritorio de la profesora. Los animalitos no volvieron a aparecer y Jenny estaba triste desde entonces. Sus ojos centellearon cuando oyó decir a Elizabeth que Robert era el culpable.

—Entonces debió de ser él quien manchó mi libreta de francés. Tuve que repetir todo el trabajo —se quejó Jenny—. Oh, no me sorprendería que también hubiera ensuciado las herramientas del jardín. Nunca comprendí aquello, ¿sabes?

—Bien, espero que ya no seamos víctimas de nuevas tretas. Robert temerá que le denuncie ante la Junta. Y lo haremos.

Pero al día siguiente se repitió una nueva acción contra ellas. Los miércoles los monitores revisaban los cajones y armarios para comprobar que estaban en orden. Nora era muy estricta en cuanto al orden y las niñas de su dormitorio lo sabían. Ruth, la más desordenada por naturaleza, siempre encontraba difícil mantener pulcro su cajón.

—Es terrible —se lamentaba unas tres veces a la semana—. ¡Tanto como cuido mis cajones! De repente necesito un pañuelo y no puedo encontrarlo, el cajón está otra vez desordenado.

Elizabeth y Jenny eran muy cuidadosas y los martes por la noche lo colocaban todo muy bien. Así su cómoda y armario aparecían impecables a la hora de la inspección. Aquel día lo hicieron como de costumbre. Pero cuando el miércoles Nora tiró de los cajones, los halló en el más terrible de los desórdenes.

—Jenny, Elizabeth. ¿Cómo es posible este caos? —gritó Nora, examinándolos—. Todo está revuelto, arrugado. Nunca he visto una cosa así. Siempre habéis sido pulcras. ¿Cómo se explica este cambio? ¿Es que olvidasteis que paso revista los miércoles?

—Por supuesto que lo recordamos —respondió Jenny—. Y los arreglamos antes de acostarnos. Nora, tú misma debiste de vernos.

—No me fijé. Estaba en el otro extremo del dormitorio.

Las tres niñas miraron el interior de los cajones.

Lo de arriba estaba abajo. Elizabeth y Jenny estaban seguras de no haber dejado las cosas tan disparatadamente colocadas.

Alguien les había gastado una treta más, para ponerlas en ridículo.

—Esto es obra de Robert —saltó Elizabeth—. Siempre nos hace cosas terribles, Nora. Escondió mis libretas, ensució mis herramientas y puso los ratones de Jenny en el cajón de la señorita Ranger.

—Mi querida niña, no pudo ser Robert. Sabes que los chicos nunca entran en esta parte del edificio. Hubiera sido visto enseguida, siempre hay alguien en el corredor.

—No puede ser otro que Robert —aseguró Elizabeth malhumorada—. Si tienes que culpar a alguien por este desorden, Nora, reprende a Robert.

—No voy a reprender a nadie. Ninguna de las dos sois tan desordenadas. Alguien os ha querido jugar una mala pasada. De todos modos, arreglad inmediatamente las cosas, por favor.

Las niñas, muy enfadadas, se pusieron manos a la obra, sin ver lo complacida que se hallaba Kathleen.

«Ah —se dijo—, Elizabeth y Jenny creen que es Robert quien lo hace. Bien».

Nadie sospechó que fuese ella. Kathleen se sintió más segura.

La próxima asamblea escolar se celebraría el viernes por la noche. El jueves sucedió algo que desconcertó sobremanera a Elizabeth. El partido de lacrosse era el sábado y ella había practicado mucho para merecer la selección. Sólo podía ser seleccionado uno de cada grado y ella estaba segura de que participaría.

Cuando fue a consultar el tablero de anuncios, comprobó que allí estaba el nombre de Robert en lugar del suyo.

Allí estaba escrito: «Robert Jones ha sido seleccionado en tercer grado para jugar el partido de lacrosse el sábado, contra la escuela Kinellan».

A Elizabeth se le hizo un nudo en la garganta. ¡Se había esforzado tanto! ¡Ansiaba tanto jugar! Ella era una buena jugadora, buena de verdad. Y aquel horrible y odioso Robert conseguía su lugar. Apenas podía creerlo.

—Es igual —dijo Joan—. Ya tendrás otra oportunidad.

—¡No es igual! —respondió fieramente—. Ahora está delante de mí. Espero que la Junta le castigue y le prohíba jugar el partido.

Robert, pese a encantarle ver escrito su nombre, estaba preocupado. Sabía que Elizabeth y Joan informarían en la Junta y eso no le gustaba. Era algo cobarde y tenía miedo.

Así, cuando llegó el viernes, el muchacho se mostró ansioso. Ojalá la Junta se celebrase después del sábado, de eso modo jugaría antes el partido. Resultaba fabuloso haber sido elegido en lugar de Elizabeth. Se lo merecía, por fisgona.

Llegó la hora de la reunión. Los niños ocuparon sus puestos. Con el semblante grave, pues sabían que iba a ser importante.